Vida y obra de Juan Huss

Aug 22, 2019
Juegos Cristianos

Por tanto, ni el papa es la cabeza, ni los cardenales son todo el cuerpo de la iglesia santa, católica y universal. Porque únicamente Cristo es la cabeza, y sus predestinados son el cuerpo, y cada uno es miembro de ese cuerpo.

Mientras Wyclif se enfrentaba a las autoridades eclesiásticas en Inglaterra, en la lejana Bohemia se estaba gestando un movimiento reformador muy semejante al que él propugnaba. Bohemia, en lo que después fue Checoslovaquia, estaba estrechamente unida al Imperio Alemán. De hecho, en 1346 el emperador Carlos IV había heredado el trono de Bohemia, y a partir de entonces las relaciones entre ambos países habían sido muy estrechas. En Bohemia, al igual que en el resto de Europa, se hacía necesaria una reforma eclesiástica, pues la simonía, el boato de los prelados y la corrupción moral eran comunes. Se calcula que aproximadamente la mitad del territorio nacional estaba en manos eclesiásticas, mientras la corona poseía una sexta parte. Por tanto, no ha de sorprendernos el que muchos reyes bohemios trataran de limitar el poder de la jerarquía eclesiástica, y que por esa razón apoyaran el movimiento de reforma. Pero también es cierto que varios de esos reyes fueron reformadores sinceros cuyas acciones fueron movidas por un genuino deseo de corregir los abusos que existían en la iglesia.

El movimiento reformador bohemio parece haber empezado en época de Carlos IV, y a iniciativa suya, pues el primer gran predicador de ese movimiento fue Conrado de Waldhausen, llevado al país por el propio Rey. Pronto Conrado tuvo un número considerable de discípulos, y es posible trazar una línea de sucesión ininterrumpida entre él y el más famoso de los reformadores bohemios, Juan Huss. Por tanto, aunque es cierto que las ideas de Wyclif hallaron eco en las de Huss, esto no ha de exagerarse hasta el punto de hacer del reformador bohemio un mero discípulo del inglés.

La situación política es también importante para comprender los orígenes de la reforma husita. En 1363, Wenceslao IV había sido coronado rey de Bohemia, todavía en vida de su padre Carlos IV. Y en 1378, al morir éste, lo sucedió también como emperador de Alemania. Al principio, su gobierno en ambos países fue efectivo. Pero paulatinamente fue abandonando los intereses del Imperio, que finalmente se rebeló en 1400, y lo depuso. Once años más tarde, Segismundo, hermano de Wenceslao, fue hecho emperador por los rebeldes alemanes. Puesto que Wenceslao todavía se consideraba a sí mismo único emperador legítimo, las relaciones entre ambos hermanos no eran buenas. Pero lo cierto es que, aun en Bohemia, Wenceslao se había retirado de los asuntos políticos, dejando el gobierno en manos de sus favoritos y dedicándose en demasía al vino. Luego, a principios del siglo XV el país parecía estar al borde de la anarquía.

Otro factor político de importancia era la tensión entre los bohemios o checos y los alemanes. Estos últimos, aunque eran una minoría relativamente pequeña, gozaban de gran poder. En la universidad de Praga, por ejemplo, sin ser la mayoría, contaban con tres votos, y los checos con uno. Por tanto, el sentimiento nacionalista bohemio se exacerbaba cada vez más, y fue uno de los factores importantes en el curso posterior de la reforma husita. Fue dentro de este contexto de corrupción eclesiástica, desgobierno y nacionalismo, que apareció la figura notable de Juan Huss.

Vida y obra de Juan Huss

Nacido alrededor de 1370, de una familia campesina que vivía en la pequeña aldea de Hussinek, Juan Huss ingresó a la universidad de Praga cuando tenía unos diecisiete años. A partir de entonces, toda su vida transcurrió en la capital de su país, excepto sus dos años de exilio y su encarcelamiento en Constanza. En 1402 fue hecho rector y predicador de la capilla de Belén. Allí se dedicó a predicar la reforma que tantos otros checos habían propugnado desde tiempos de Carlos IV. Su elocuencia y ardor eran tales, que pronto aquella capilla se volvió el centro del movimiento reformador. Wenceslao y su esposa Sofía lo tomaron por confesor, y le prestaron su apoyo. Algunos de los miembros más destacados de la jerarquía comenzaron a mirarlo con recelo. Pero buena parte del pueblo y de la nobleza parecía seguirlo, y el apoyo de los reyes era todavía suficientemente importante para que los prelados no se atrevieran a tomar medidas contra el fogoso predicador.

El mismo año que pasó a ocupar el púlpito de Belén, Huss fue hecho rector de la universidad. Por tanto, se encontraba en óptima posición para impulsar la reforma.

Al mismo tiempo que predicaba contra los abusos que existían en la iglesia, Huss continuaba sosteniendo las doctrinas generalmente aceptadas, y ni aun sus peores enemigos se atrevían a impugnar su vida o su ortodoxia. A diferencia de Wyclif, Juan Huss era un hombre en extremo afable, y grande el apoyo popular con que contaba.

El conflicto surgió en los círculos universitarios. Poco antes habían comenzado a llegar a Praga las obras de Wyclif. Un discípulo de Juan Huss, Jerónimo de Praga, pasó algún tiempo en Inglaterra, y trajo consigo algunas de las obras más radicales del reformador inglés. Huss parece haber leído esas obras con interés y entusiasmo, pues se trataba de alguien cuyas preocupaciones eran muy semejantes a las de él. Pero lo cierto es que Huss nunca se hizo wyclifita. Los intereses del inglés no eran los del bohemio, quien no se preocupaba tanto por las cuestiones doctrinales como por la reforma práctica de la iglesia. En particular, nunca estuvo de acuerdo con lo que Wyclif había dicho acerca de la presencia de Cristo en la comunión, sino que hasta el fin continuó sosteniendo una posición muy semejante a la que era común en su tiempo —la transubstanciación.

Empero en la universidad se discutían las obras de Wyclif. Los alemanes se oponían a ellas por una multitud de razones, pero sobre todo porque en lo que se refería a la cuestión de las ideas universales, que hemos discutido anteriormente, Wyclif era “realista”, y los alemanes seguían las corrientes “nominalistas” del momento. Los alemanes trataban a los checos como un puñado de bárbaros anticuados, que no estaban al día en cuestiones filosóficas y teológicas, y que por ello no seguían el nominalismo que estaba de moda. Ahora las obras de Wyclif venían a prestarles apoyo a los bohemios, mostrando que en la prestigiosísima universidad de Oxford un famoso maestro había sostenido el realismo, y esto en fecha relativamente reciente.

Por tanto, la disputa fue en sus orígenes de carácter altamente técnico y filosófico. Pero los alemanes, en su intento de ganar la batalla, trataron de dirigir el debate hacia las doctrinas más controvertibles de Wyclif, con el propósito de probar que era hereje, y que por tanto sus obras debían proscribirse. Juan Huss y sus compañeros bohemios se dejaron llevar por esa política, y pronto se vieron en la difícil situación de tener que defender las obras de un autor con cuyas ideas no estaban completamente de acuerdo.

Repetidamente, los checos declararon que no estaban defendiendo las doctrinas de Wyclif, sino su derecho a leer las obras del maestro inglés. Pero a pesar de ello los alemanes empezaron a llamar a sus contrincantes “wyclifitas”. Pronto varios miembros de la jerarquía, que estaban molestos por los ataques de Huss y sus seguidores, y que veían en las enseñanzas de Wyclif una seria amenaza a su posición, se sumaron al bando de los alemanes.

Era la época en que, a resultas del Concilio de Pisa, había tres papas. Wenceslao apoyaba al papa pisano, mientras el arzobispo de Praga y los alemanes en la universidad apoyaban a Gregorio XII. Puesto que Wenceslao necesitaba que la universidad apoyara su política, y en ella los checos tenían mayoría, el Rey sencillamente cambió el sistema de votación, dándoles tres votos a los checos y uno a los alemanes. Estos últimos abandonaron la ciudad y se fueron a Leipzig, donde fundaron una universidad rival declarando que la de Praga se había dado a la herejía. Aunque esto constituyó un gran triunfo para el movimiento husita, también contribuyó a propagar la idea de que ese movimiento no era sino otra versión del wyclifismo, y que era hereje.

El arzobispo se sometió a la postre a la voluntad del Rey, y reconoció al papa pisano. Pero se vengó de Huss y los suyos solicitando de ese papa, Alejandro V, que prohibiera la posesión de las obras de Wyclif. El Papa accedió, y además prohibió que se predicara fuera de las catedrales, los monasterios o las iglesias parroquiales. Puesto que el púlpito de Huss, en la capilla de Belén, no cumplía esas condiciones, el golpe iba claramente dirigido contra él. La universidad de Praga protestó. Pero Juan Huss tenía ahora que hacer la difícil decisión entre desobedecer al papa y dejar de predicar. A la postre su conciencia se impuso. Subió al púlpito y continuó predicando la tan anhelada reforma. Ese fue su primer acto de desobediencia, y de él surgieron muchos otros, pues cuando se le convocó a Roma en 1410 para dar cuenta de sus acciones se negó a ir. En consecuencia, en 1411 el cardenal Colonna lo excomulgó en nombre del Papa, por haber desobedecido la convocatoria papal. Pero a pesar de ello Huss continuaba predicando en Belén y participando de la vida eclesiástica, pues contaba con el apoyo de los reyes y de buena parte del país.

Así llegó Huss a uno de los puntos más revolucionarios de su doctrina. Un papa indigno que se oponga al bienestar de la iglesia, no ha de ser obedecido. Huss no pretendía que no fuera papa legítimo, puesto que estaba de acuerdo en aceptar el papado pisano. Pero aun así, tal papa no merece obediencia. Hasta aquí, Huss no estaba diciendo más que lo que afirmaban al mismo tiempo los jefes del movimiento conciliar. La diferencia estaba en que, mientras ellos se preocupaban principalmente por la cuestión jurídica de cómo decidir entre varios papas rivales, y le buscaban solución a esa cuestión en las leyes y tradiciones de la iglesia, Huss acababa por seguir a Wyclif en este punto, declarando que la última autoridad es la Biblia, y que un papa que no se ajuste a ella no ha de ser obedecido. Pero aun así, esto era, con ligeras diferencias, lo mismo que había dicho Guillermo de Occam al declarar que ni el papa ni el concilio, sino sólo las Escrituras, son infalibles.

Otro incidente vino a enconar la cuestión aún más. Juan XXIII, el papa pisano, estaba en guerra con Ladislao de Nápoles. En esa contienda su única esperanza de victoria estaba en lograr el apoyo, tanto militar como económico, del resto de la cristiandad latina. Por tanto, declaró que la guerra contra Ladislao era una cruzada, y promulgó la venta de indulgencias para costearla. A Bohemia llegaron los vendedores, utilizando toda clase de métodos para anunciar su mercancía. Huss, quien veinte años antes había comprado una indulgencia, pero que ahora había cambiado de parecer, protestó contra este nuevo abuso. En primer lugar, una guerra entre cristianos difícilmente podría recibir el titulo de cruzada. Y en segundo, sólo Dios puede dar indulgencia, y no ha de pretender venderse lo que viene únicamente de Dios.

Pero el Rey tenía interés en mantener buenas relaciones con Juan XXIII. Entre otras razones para ello, la cuestión de si él o su hermano Segismundo era el legítimo emperador estaba aún por dilucidarse, y era posible que, si la autoridad de Juan XXIII llegaba a imponerse, fuera él quien tuviera que decidir el pleito. Por ello el Rey prohibió que se continuara criticando la venta de indulgencias. Su prohibición resultó tardía. Ya era de todos conocida la opinión de Juan Huss y de sus compañeros, hasta tal punto que se habían producido motines públicos protestando contra este nuevo modo de explotar al pueblo checo.

Mientras tanto, Juan XXIII y Ladislao hicieron las paces, y la pretendida cruzada fue suspendida. Pero Huss quedó todavía ante Roma como el jefe de una gran herejía, y hasta se llegó a decir que todos los bohemios eran herejes. En 1412, Huss fue excomulgado de nuevo, por no haber comparecido ante la corte papal, y se le fijó un breve plazo para acudir. Si no lo hacia, Praga o cualquier otro lugar que le prestara refugio quedaría bajo entredicho. Luego, la supuesta herejía de Huss redundaría en perjuicio de la ciudad.

Por esa razón, el reformador checo decidió abandonar la ciudad donde había transcurrido la mayor parte de su vida, y se refugió en el sur de Bohemia, donde se dedicó a continuar su labor reformadora mediante sus escritos. Allí le llegó la noticia de que por fin se reuniría un gran concilio en Constanza, y que se le invitaba para acudir a él en su propia defensa. Además, el emperador Segismundo le ofrecía un salvoconducto que le garantizaba su seguridad personal.

Huss ante el Concilio

El Concilio de Constanza prometía ser la aurora de un nuevo día en la vida de la iglesia. A él acudirían los más distinguidos propugnadores de la reforma mediante un concilio, Juan Gerson y Pedro de Ailly. En él se decidiría de una vez por todas la cuestión de quién era el legítimo papa, y se tomarían medidas contra la simonía, el pluralismo y tantos otros males. Y a él estaba invitado Juan Huss, para presentar su caso. Aquella asamblea podría volverse el gran púlpito que él utilizaría en pro de la reforma.

Por tanto, Huss no podría dejar de asistir. Pero, por otra parte, el hecho mismo de que fuera necesario un salvoconducto daba indicios de los peligros que tal asistencia podría acarrear. Huss sabía que los alemanes que se habían ido a Leipzig habían continuado esparciendo el rumor de que él era hereje. Y sabía también que no podía contar con simpatía alguna por parte de Juan XXIII y su curia.

Por ello, antes de partir dejó un documento que debía ser leído en caso de su muerte. Como medida del carácter de aquel hombre, señalemos de pasada que ese documento era una confesión en la que declaraba que uno de sus grandes pecados era. . . ¡que le gustaba demasiado jugar al ajedrez! Los peligros que lo acosaban en Constanza eran grandes. Pero su conciencia lo obligaba a acudir. Y allá se fue el reformador checo, confiado en el salvoconducto imperial y en la justicia de su causa.

Aunque al principio Juan XXIII lo recibió cortésmente, a los pocos días se le citó ante el consistorio papal. Huss acudió, aunque declaró que había venido para exponer su fe ante el Concilio, y no ante el consistorio. Allí se le acusó formalmente de hereje, y él respondió que preferiría morir antes que ser hereje, y que si se le convencía de que lo era se retractaría. Por el momento la cuestión quedó en suspenso. Pero a partir de entonces Huss fue tratado como un prisionero, primero en su propia casa, después en el palacio del obispo, y por último en una serie de conventos que le servían de cárcel.

Cuando el Emperador, que no había llegado todavía a Constanza, supo lo que había sucedido, montó en cólera, y prometió hacer que se respetara su salvoconducto. Pero después comenzó a darle largas al asunto, pues no le convenía aparecer como protector de herejes. En vano fueron las protestas del propio Huss, así como las que llegaron de muchos nobles bohemios. Huss tenía hasta una certificación del Gran Inquisidor de Bohemia, declarando que era inocente de toda herejía. Pero para los italianos, alemanes y franceses, que eran la inmensa mayoría del Concilio, los checos no eran sino unos bárbaros que sabían poco de teología, y cuyos juicios no eran de fiar.

El 5 de junio de 1415, Huss compareció ante el Concilio. Unos pocos días antes, Juan XXIII había sido arrestado y traído de vuelta a Constanza, según narramos en el capitulo IV. Puesto que esto quería decir que el papa pisano había perdido todo poder, y puesto que era con él que Juan Huss había tenido sus peores conflictos, podría suponerse que la situación del reformador mejoraría. Pero lo que sucedió fue todo lo contrario. Cuando Huss fue llevado ante la asamblea, iba encadenado, como si hubiera intentado huir o se le hubiera ya condenado. Allí se le acusó formalmente de hereje, y de seguir las doctrinas de Wyclif. Huss trató de exponer sus opiniones, pero el clamor fue tanto que no se le podía oír. Al fin se decidió posponer la cuestión para el día 7 del mismo mes.

Tres días más duró el proceso de Juan Huss. Repetidamente se le acusó de hereje. Pero cuando se le señalaron doctrinas concretas en las que supuestamente consistía su herejía, Huss demostró que era perfectamente ortodoxo. Pedro de Ailly se hizo cargo del juicio, exigiendo que Huss se retractara de sus herejías. Huss insistía en que nunca había creído las doctrinas de que se le exigía ahora que se retractara, y que por tanto no podía hacer lo que de Ailly requería de él.

No había modo de resolver el conflicto. De Ailly quería asegurarse de que Huss se sometiera al Concilio, cuya autoridad no podía quedar en dudas. Huss le señalaba que el papa que lo había acusado de desobediencia era el mismo a quien el Concilio acababa de deponer. Mostrarle sus contradicciones a un hombre supuestamente sabio, tenido por lumbrera de las escuelas, y hacerlo ante una gran asamblea, no es siempre política sabia. El rencor de su juez se enconó cada vez más. Otros de los jefes del Concilio, entre ellos Juan Gerson, decían que estaban perdiendo el tiempo que debían dedicar a cuestiones más importantes, y que en todo caso a los herejes no hay que prestarles tribuna. El Emperador se dejó convencer con el argumento de que no hay que guardar la fe con quienes carecen de ella, y retiró su salvoconducto. Cuando Huss declaró por fin que era cierto que había dicho que, de no haber querido ir a Constanza, ni el Emperador ni el Rey hubieran podido obligarlo, sus acusadores vieron en ello la prueba de que era un hereje obstinado y orgulloso —aunque el noble bohemio Juan de Clum, quien lo defendió valientemente hasta el final, declaró que lo que Huss había dicho era cierto, y que tanto él como muchos otros más poderosos que él hubieran protegido a Huss de no haber éste querido acudir al Concilio.

Todo lo que el Concilio pedía era que Huss se le sometiera retractándose de sus doctrinas. Pero no estaba dispuesto a escuchar ni creer al acusado, en cuanto a cuáles eran las doctrinas que verdaderamente había creído y enseñado.

Una sencilla retractación hubiera bastado. El cardenal Zabarella preparó un documento en el que se le exigía a Huss que se retractara de sus errores, y aceptara la autoridad del Concilio. Aunque el documento estaba cuidadosamente escrito, porque sus jueces querían darle toda oportunidad a retractarse, y así ganar la disputa, el reformador checo sabía que si se retractaba condenaría con ello a todos sus seguidores, pues si él declaraba que sus doctrinas eran las que sus enemigos pretendían, estaría implicando que sus compañeros sostenían las mismas cosas, y que eran por tanto herejes. La respuesta de Huss fue firme:

Apelo a Jesucristo, el único juez todopoderoso y totalmente justo. En sus manos pongo mi causa, puesto que El ha de juzgar a cada cual, no a base de testigos falsos y concilios errados, sino de la verdad y la justicia.

Por varios días se le tuvo entonces encarcelado, en la esperanza de que flaqueara y se retractara. Muchos fueron a rogarle que lo hiciera, conscientes quizá de que su condenación sería una mancha imborrable para el Concilio de Constanza. Pero Juan Huss se mantuvo firme.

Por fin, el 6 de julio, fue llevado a la catedral de Constanza. Allí, tras un sermón acerca de la obstinación de los herejes, se le vistió de sacerdote y se le entregó el cáliz, solo para luego arrebatárselo en señal de que se le retiraban sus órdenes sacerdotales. Después le cortaron el cabello para borrar la tonsura, haciéndole una cruz en la cabeza. Por último le colocaron en la cabeza una corona de papel decorada con diablillos, y lo enviaron al quemadero. Camino del suplicio, lo llevaron junto a una pira en que ardían sus libros.

De nuevo se le pidió que se retractara, y una vez más se negó firmemente. Por fin oró diciendo: “Señor Jesús, por ti sufro con paciencia esta muerte cruel. Te ruego que tengas misericordia de mis enemigos”. Murió cantando los Salmos.

Autor: Justo L. González

Publicar en DA

DA

DA es una herramienta digital que ofrece diversos recursos para la ayuda en su estudio bíblico.