"Tú que juzgas haces lo mismo"
La frase "Tú que juzgas haces lo mismo"; no alcanza a describir la magnitud del pecado del que, se atreve a censurar y a condenar a su hermano. Dijo Jesús: "¿Por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano, y no echas de ver la viga que está en tu propio ojo?"
Sus palabras describen al que está pronto para buscar faltas en sus prójimos. Cuando él cree haber descubierto una falla en el carácter o en la vida, se apresura celosamente a señalarla; pero Jesús declara que el rasgo de carácter que se fomenta por aquella obra tan opuesta a su ejemplo resulta, al compararse con la imperfección que se crítica, como, una viga al lado de una paja. La falta de longanimidad y de amor mueve a esa persona a convertir un átomo en un mundo. Los que no han experimentado la contrición de una entrega completa a Dios no manifiestan en la vida el influjo enternecedor del amor de Cristo. Desfiguran el espíritu amable y cortés del Evangelio y hieren las almas preciosas por las cuales murió Cristo. Según la figura empleada por el Salvador, el que se complace en un espíritu de crítica es más culpable que aquel a quien acusa; porque no solamente comete el mismo pecado, sino que le añade engreimiento y murmuración.
Cristo es el único verdadero modelo de carácter, y usurpa su lugar quien se constituye en dechado para los demás. Puesto que el Padre "todo el juicio dio al Hijo",(Juan 5:22) quienquiera que se atreva a juzgar los motivos ajenos usurpa también el derecho del Hijo de Dios. Los que se dan por jueces y críticos se alían con el anticristo, "el cual se opone y se levanta contra todo lo que se llama Dios o es objeto de culto; tanto que se sienta en el templo de Dios como Dios, haciéndose pasar por Dios". (2 Tesalonicenses 2:4)
El pecado que conduce a los resultados más desastrosos es el espíritu frío de crítica inexorable, que caracteriza al farisaísmo. Cuando no hay amor en la experiencia religiosa, no está en ella Jesús ni el sol de su presencia. Ninguna actividad diligente, ni el celo desprovisto de Cristo, puede suplir la falta. Puede haber una agudeza maravillosa para descubrir los defectos de los demás; pero a toda persona que manifiesta tal espíritu, Jesús le dice: "¡Hipócrita! saca primero la viga de tu propio ojo, y entonces verás bien para sacar la paja del ojo de tu hermano". El culpable del mal es el primero que lo sospecha. Trata de ocultar o disculpar el mal de su propio corazón condenando a otro. Por medio del pecado fue como los hombres llegaron al conocimiento del mal; apenas Adán y Eva incurrieron en pecado, empezaron a recriminarse mutuamente. Esta será la actitud inevitable de la naturaleza humana, siempre que no sea gobernada por la gracia de Cristo.
Cuando los hombres alientan ese espíritu acusador no se contentan con señalarlo que suponen es un defecto de su hermano. Si no logran por medios moderados inducirlo a hacer lo que ellos consideran necesario, recurrirán a la fuerza. En cuanto les sea posible, obligarán a los hombres a conformarse a su concepto de lo justo. Esto es lo que hicieron los judíos en los tiempos de Cristo y lo que ha hecho la iglesia cada vez que se apartó de la gracia de Cristo. Al verse desprovista del poder del amor, buscó el brazo fuerte del estado para imponer sus dogmas y ejecutar sus decretos. En esto estriba el secreto de todas las leyes religiosas que se hayan dictado y de toda persecución, desde los tiempos de Abel hasta nuestros días.
Cristo no obliga a los hombres; los atrae. La única fuerza que emplea es el amor. Siempre que la iglesia procure la ayuda del poder del mundo, es evidente que le falta el poder de Cristo y que no la constriñe el amor divino.
La dificultad radica en los miembros de la iglesia como individuos, y en ellos debe realizarse la curación. Jesús ordena que antes de intentar corregir a los otros, el acusador eche la viga de su propio ojo, renuncie al espíritu de crítica, confiese su propio pecado y lo abandone. "No es buen árbol el que da malos frutos, ni árbol malo el que da buen fruto". (Lucas 6:43) El espíritu acusador que abrigáis es fruto malo; demuestra que el árbol es malo. Es inútil que os establezcáis en vuestra propia justicia. Lo que necesitáis es un cambio de corazón. Debéis pasar por esta experiencia antes de poder corregir a otros; "porque de la abundancia del corazón habla la boca". (Mateo 12:34)
Cuando tratemos de aconsejar o amonestar a cualquier alma en cuya experiencia haya sobrevenido una crisis, nuestras palabras tendrán únicamente el peso de la influencia que nos hayan ganado nuestro propio ejemplo y espíritu. Debemos ser buenos antes que podamos obrar el bien. No podemos ejercer una influencia transformadora sobre otros hasta que nuestro propio corazón haya sido humillado, refinado y enternecido por la gracia de Cristo. Cuando se actúe ese cambio en nosotros, nos resultará natural vivir para beneficiar a otros, así como es natural para el rosal producir sus flores fragantes o para la vid sus racimos morados.
Si Cristo es en nosotros "la esperanza de gloria", no nos sentiremos inclinados a observar a los demás para revelar sus errores. En vez de procurar acusarlos y condenarlos, nuestro objeto será ayudarlos, beneficiarlos y salvarlos. Al tratar con los que están en error, observaremos el mandato: "Considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado".* Nos acordaremos de las muchas veces que erramos y de cuán difícil era hallar el camino recto después de haberlo abandonado. No empujaremos a nuestro hermano a una oscuridad más densa, sino que con el corazón lleno de compasión le mostraremos el peligro.
El que mire a menudo la cruz del Calvario, acordándose de que sus pecados llevaron al Salvador allí, no tratará de determinar el grado de culpabilidad en comparación con el de los demás. No se constituirá en juez para acusar a otros. No puede haber espíritu de crítica ni de exaltación en los que andan a la sombra de la cruz del Calvario. Mientras no nos sintamos en condiciones de sacrificar nuestro orgullo, y aún de dar la vida para salvar a un hermano desviado, no habremos echado la viga de nuestro propio ojo ni estaremos preparados para ayudar a nuestro hermano. Pero cuando lo hayamos hecho, podremos acercarnos a él y conmover su corazón. La censura y el oprobio no rescataron jamás a nadie de una posición errónea; pero ahuyentaron de Cristo a muchos y los indujeron a cerrar sus corazones para no dejarse convencer. Un espíritu bondadoso y un trato benigno y persuasivo pueden salvar a los perdidos y cubrir multitud de pecados. La revelación de Cristo en nuestro propio carácter tendrá un poder transformador sobre aquellos con quienes nos relacionemos.
Permitamos que Cristo se manifieste diariamente en nosotros, y él revelará por medio de nosotros la energía creadora de su palabra, una influencia amable, persuasiva y a la vez poderosa para restaurar en otras almas la perfección del Señor nuestro Dios.
Autor: Elena G. de White, El discurso maestro de Jesucristo, Págs. 106-109.