Apéndices A, B y C. Respuesta de los Adventistas del Séptimo Día a Preguntas sobre Doctrinas (QOD)
Compilación de algunas citas relativas a la Divinidad, la Naturaleza y la Obra Expiatoria de Cristo, extraídas de los escritos de Ellen White.
Apéndice A: El Lugar de Cristo en la Divinidad
Puesto que los escritos de Elena G. de White a menudo han sido mutilados en las supuestas “citas” de sus críticos o detractores, presentamos aquí un conjunto abarcante de sus enseñanzas acerca de la divinidad y la eterna preexistencia de Cristo, y su lugar en la Divinidad o Trinidad, su naturaleza durante la encarnación, y su sacrificio expiatorio y su ministerio sacerdotal.
I. La divinidad y la naturaleza de Cristo
Cristo, el Verbo, el Unigénito de Dios, era uno solo con el Padre eterno, uno solo en naturaleza, en carácter y en propósitos; era el único ser que podía penetrar en todos los designios y fines de Dios. “Y llamaráse su nombre Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz”. “Y sus salidas son desde el principio, desde los días del siglo” (Isa. 9: 6; Miq. 5: 2) (PP: 12).
Los judíos nunca antes habían oído tales palabras provenientes de labios humanos, y una influencia convincente los invadió; porque parecía que la divinidad resplandecía a través de la humanidad cuando Jesús dijo: “Yo y el Padre uno somos”. Las palabras de Cristo estaban llenas de profundo significado cuando esgrimió el argumento de que él y el Padre eran una sola sustancia y poseían los mismos atributos (The Signes of the Times, 27 de Noviembre de 1893, pág. 54).
Sin embargo, el Hijo de Dios era el Soberano reconocido del cielo, y gozaba de la misma autoridad y poder que el Padre (CS: 549).
Para salvar al transgresor de la ley de Dios, Cristo, el que es igual al Padre, vino a vivir el cielo delante de los hombres, para que pudieran aprender en qué consiste tener el cielo en el corazón. Ilustró lo que el hombre debe ser para ser digno de la preciosa bendición de la vida que se mide con la vida de Dios (Los Fundamentos de la Educación Cristiana: 179).
La única manera como se podía restaurar a la especie caída era mediante el don de su Hijo, igual a él, poseedor de los mismos atributos de Dios. A pesar de haber sido tan exaltado, Cristo consintió en asumir la naturaleza humana, para poder obrar en favor del hombre y reconciliar con Dios a este súbdito desleal. Cuando el hombre se rebeló, Cristo presentó sus méritos en su favor, y se convirtió en el sus título y la garantía del hombre. Asumió la tarea de combatir los poderes de las tinieblas en favor de éste, y prevaleció al vencer al enemigo de nuestras almas, y al presentarle al hombre el cáliz de la salvación (The Review and Herald, 8 de Noviembre de 1892, pág. 690).
El mundo fue hecho por él, “y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho” (Juan 1: 3). Si Cristo hizo todas las cosas, existió antes de todas las cosas. Las palabras pronunciadas acerca de esto son tan decisivas, que nadie debe quedar en la duda. Cristo era esencialmente Dios y en el sentido más elevado. Era con Dios desde toda la eternidad, Dios sobre todo, bendito para siempre...
Hay luz y gloria en la verdad de que Cristo fue uno con el Padre antes de que se estableciera el fundamento del mundo. Esta es la luz que brilla en un lugar oscuro haciéndolo resplandecer con gloria divina y original. Esta verdad, infinitamente misteriosa en sí misma, explica otras verdades misteriosas que de otra manera serían inexplicables, al paso que está encerrada como algo sagrado en luz, inaccesible e incomprensible. (1MS: 290-291).
El Rey del universo convocó a las huestes celestiales a comparecer ante él, a fin de que en su presencia él pudiese manifestar cuál era el verdadero lugar que ocupaba su Hijo y manifestar cuál era la relación que él tenía para con todos los seres creados. El Hijo de Dios compartió el trono del Padre, y la gloria del Ser eterno, que existía por sí mismo, cubrió a ambos. (PP: 14-15).
Por mucho que un pastor pueda amar a sus ovejas, Jesús ama aún más a sus hijos e hijas. No es solamente nuestro pastor; es nuestro “Padre eterno”. Y él dice: “Y conozco mis ovejas, y las mías me conocen. Como el Padre me conoce, y yo conozco al Padre”. ¡Qué declaración! Es el Hijo unigénito, el que está en el seno del Padre, a quien Dios ha declarado ser “el hombre compañero mío” (Zac. 13: 7); y presenta la comunión que hay entre él y el Padre como figura de la que existe entre él y sus hijos en la tierra. (DTG: 447).
Tratando todavía de dar la verdadera dirección a su fe, Jesús declaró: “Yo soy la resurrección y la vida”. En Cristo hay vida original, que no proviene ni deriva de otra. “El que tiene al Hijo, tiene la vida” (1 Juan 5: 12). La divinidad de Cristo es la garantía que el creyente tiene de la vida eterna (DTG: 489).
Cayó el silencio sobre la vasta concurrencia. El nombre de Dios, dado a Moisés para expresar la presencia eterna había sido reclamado como suyo por este Rabino galileo. Se había proclamado a sí mismo como el que tenía existencia propia, el que había sido prometido a Israel, “cuya procedencia es de antiguo tiempo, desde los días de la eternidad” (DTG: 435).
El Redentor del mundo era igual a Dios. Su autoridad era como la de Dios. Declaró que no tenía existencia aparte del Padre. La autoridad por la que hablaba y hacía milagros, era expresamente suya; sin embargo nos asegura que él y el Padre eran uno (The Review and Herald, 7 de Enero de 1890).
Jehová, el eterno, el que posee existencia propia, el no creado, el que es la fuente de todo y el que lo sustenta todo, es el único que tiene derecho a la veneración y adoración supremas (PP: 313).
Jehová es el nombre dado a Cristo. “He aquí Dios es salvación mía - escribió el profeta Isaías - me aseguraré y no temeré; porque mi fortaleza y mi canción es JAH Jehová, quien ha sido salvación para mí. Sacaréis con gozo aguas de las fuentes de la salvación. Y diréis en aquel día: Cantad a Jehová, aclamad su nombre, haced célebres en los pueblos sus obras, recordad que su nombre es engrandecido”. “En aquel día cantarán este cántico en tierra de Judá: Fuerte ciudad tenemos; salvación puso Dios por muros y antemuro. Abrid las puertas, y entrará la gente justa, guardadora de verdades. Tú guardarás en completa paz a aquel cuyo pensamiento en ti persevera; porque en ti ha confiado. Confiad en Jehová perpetuamente, porque en JEHOVÁ el Señor está la fortaleza de los siglos” (The Signs of the Times, 3 de Mayo de 1899, pág. 2).
Las puertas del cielo se abrirán otra vez y nuestro Salvador, acompañado de millones de santos, saldrá como Rey de reyes y Señor de señores. Jehová Emmanuel “será rey sobre toda la tierra. En aquel día Jehová será uno, y uno su nombre”. (DMJ: 93).
Este es el galardón de todos los que siguen a Cristo. Verse en armonía con Jehová Emmanuel, “en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento” y en quien “habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad” (Col. 2: 3,9), conocerlo, poseerlo, mientras el corazón se abre más y más para recibir sus atributos, saber lo que es su amor y su poder, poseer las riquezas inescrutables de Cristo, comprender mejor “cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura”, y “conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios” (Efe. 3: 18-19), “ésta es la herencia de los siervos del Señor, ésta es la justicia que deben esperar de mí, dice el Señor” (DMJ: 32-33).
Antes de la aparición del pecado... Cristo el Verbo, el Unigénito de Dios, era uno con el Padre Eterno: uno en naturaleza, en carácter y en designios; era el único ser en todo el universo que podía entrar en todos los consejos y designios de Dios. Fue por intermedio de Cristo por quien el Padre efectuó la creación de todos los seres celestiales. (CS: 547).
Si los hombres rechazan el testimonio que dan las Escrituras inspiradas acerca de la divinidad de Cristo, inútil es querer argumentar con ellos al respecto, pues ningún argumento, por convincente que fuese, podría hacer mella en ellos. “El hombre natural no recibe las cosas del Espíritu de Dios; porque le son insensatez; ni las puede conocer, por cuanto se disciernen espiritualmente” (1 Cor. 2: 14, V.M.). Ninguna persona que haya aceptado este error, puede tener justo concepto del carácter o de la misión de Cristo, ni del gran plan de Dios para la redención del hombre. (CS: 579).
II. La eterna preexistencia de Cristo
El Señor Jesucristo, el divino Hijo de Dios, existió desde la eternidad como una persona distinta, y sin embargo era uno con el Padre. Era la excelsa gloria del cielo. Era el Comandante de las inteligencias celestiales, y el homenaje de adoración de los ángeles era recibido por él con todo derecho. Esto no era robar a Dios (1MS: 291).
Al hablar de su preexistencia, Cristo retrocede mentalmente hacia edades sin fecha. Nos asegura que no hubo momento cuando él no haya estado en íntima comunión con el Dios eterno. Aquel cuya voz estaban escuchando los judíos, había estado con Dios como alguien íntimamente unido a él (The Signs of the Times, 29 de Agosto de 1900).
Aquí Cristo les demuestra que, aunque ellos podían rastrear su vida y afirmar que no llegaba a los cincuenta años, su vida divina no podía medirse mediante cómputos humanos. La existencia de Cristo antes de su encarnación no se puede medir por medio de cifras (The Signs of the Times, 3 de Mayo de 1899).
Desde toda la eternidad Cristo estuvo unido con el Padre, y cuando asumió la naturaleza humana, siguió siendo uno con Dios (The Signs of the Times, 2 de Agosto de 1905, pág. 10).
Cuando Cristo entró por los portales celestiales, fue entronizado en medio de la adoración de los ángeles. Tan pronto como esta ceremonia hubo terminado, el Espíritu Santo descendió sobre los discípulos en abundantes raudales, y Cristo fue de veras glorificado con la misma gloria que había tenido con el Padre desde toda la eternidad. (HAp: 32-33).
Sin embargo, al paso que la Palabra de Dios habla de la humanidad de Cristo cuando estuvo en esta tierra, también habla decididamente de su preexistencia. El Verbo existía como un ser divino, como el eterno Hijo de Dios, en unión y unidad con su Padre. Desde la eternidad era el Mediador del pacto, Aquel en quien todas las naciones de la tierra, tanto judíos como gentiles, habían de ser benditas si lo aceptaban. “El Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios” (Juan 1: 1). Antes de que fueran creados los hombres o los ángeles, el Verbo era con Dios y el Verbo era Dios. (1MS: 290).
Un ser humano vive, pero su vida es otorgada, una vida que se apagará. “¿Qué es vuestra vida? Ciertamente es neblina que se aparece por un poco de tiempo, y luego se desvanece” Pero la vida de Cristo no es neblina, es una vida sin fin, una vida que existía antes de que el mundo fuese (The Signs of the Times, 17 de Junio de 1897, pág. 5).
Desde los días de la eternidad, el Señor Jesucristo era uno con el Padre; era “la imagen de Dios”, la imagen de su grandeza y majestad, “el resplandor de su gloria” (DTG: 11).
Era uno con el Padre antes de que los ángeles fueran creados (El Espíritu de Profecía, t. 1, p. 17).
Cristo era esencialmente Dios y en el sentido más elevado. Era con Dios desde toda la eternidad, Dios sobre todo, bendito para siempre. (1MS: 290).
El nombre de Dios, dado a Moisés para expresar la presencia eterna había sido reclamado como suyo por este Rabino galileo. Se había proclamado a sí mismo como el que tenía existencia propia, el que había sido prometido a Israel, “cuya procedencia es de antiguo tiempo, desde los días de la eternidad” (Miq. 5: 2). (DTG: 435).
En ella [la Palabra de Dios] podernos aprender lo que nuestra redención costó al que desde el principio era igual al Padre. (Consejos para los Maestros: 15).
III. Las tres Personas de la Divinidad
Hay tres personas vivientes en el trío celestial; en el nombre de estos tres grandes poderes el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son bautizados los que reciben a Cristo mediante la fe, y esos poderes colaborarán con los súbditos obedientes del cielo en sus esfuerzos por vivir la nueva vida en Cristo (Ev: 446).
La Divinidad se llenó de compasión por la especie, y el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se dedicaron a llevar a cabo el plan de redención (Consejos Sobre Salud: 222).
Los que proclaman el mensaje del tercer ángel deben revestirse de toda la armadura de Dios, a fin de resistir valientemente en su puesto, frente a la detracción y la falsedad, librando la buena batalla de la fe, resistiendo al enemigo con la expresión: “Escrito está”. Manténganse donde los tres grandes poderes del cielo: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo puedan ser su eficiencia. Estos poderes obran con el que se entrega sin reservas a Dios. La fuerza del cielo está a las órdenes de los creyentes de Dios. El hombre que hace de Dios su confianza está protegido por un muro inexpugnable (The Southern Watchman [El Atalaya del Sur], 23 de Febrero de 1904, pág. 122).
Nuestra santificación es la obra del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Es el cumplimiento del pacto que Dios ha hecho con los que se unen a él, para permanecer con él, con su Hijo y con el Espíritu en santa comunión. ¿Ha nacido usted de nuevo? ¿Ha llegado a ser una nueva criatura en Cristo Jesús? Entonces coopere con los tres grandes poderes del cielo que están obrando en su favor. Al hacerlo le revelará al mundo los principios de la justicia. (The Signs of the Times, 19 de Junio de 1901).
Los eternos signatarios celestiales - Dios, Cristo y el Espíritu Santo - armándolos [a los discípulos] con algo más que una mera energía mortal... avanzaron con ellos para llevar a cabo la obra y convencer de pecado al mundo (Ev: 447).
Debemos cooperar con los tres poderes más elevados del cielo: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y estos poderes trabajarán mediante nosotros convirtiéndonos en obreros juntamente con Dios (Ev: 448).
Los que son bautizados en el triple nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, al comienzo mismo de su vida cristiana declaran públicamente que han abandonado el servicio de Satanás y que han llegado a ser miembros de la familia real, hijos del Rey celestial (2JT: 389).
APÉNDICE B La naturaleza de Cristo durante la encarnación.
I. El misterio de la encarnación
La humanidad del Hijo de Dios es todo para nosotros. Es la cadena áurea que une nuestra alma con Cristo, y mediante Cristo, con Dios. Esto ha de ser nuestro estudio. Cristo fue un verdadero hombre. Dio prueba de su humildad al convertirse en hombre. Sin embargo, era Dios en la carne. Cuando tratemos este tema, haríamos bien en prestar atención a las palabras pronunciadas por Cristo a Moisés en la zarza ardiente: “Quita tu calzado de tus pies, porque el lugar en que tú estás, tierra santa es” (Éxo. 3:5). Deberíamos emprender este estudio con la humildad del que aprende con corazón contrito. Y el estudio de la encarnación de Cristo es un campo fructífero que recompensará al escudriñador que cava profundamente en procura de la verdad oculta (1MS: 286).
El único plan que se pudo idear para salvar a la raza humana era el que requería la encarnación, la humillación y la crucifixión del Hijo de Dios, la Majestad del cielo. Después que se hubo trazado el plan de salvación, Satanás ya no tenía terreno sobre el cual fundar su insinuación de que Dios, puesto que es tan grande, no podía preocuparse por una criatura tan insignificante como el hombre (The Signs of the Times, 20 de Enero de 1890).
Al contemplar la encarnación de Cristo en la humanidad, nos asombramos frente a un ministerio insondable, que la mente humana no puede comprender. Mientras reflexionamos al respecto, más asombroso nos parece. ¡Qué enorme es el contraste entre la divinidad de Cristo y el indefenso bebé del pesebre de Belén! ¿Cómo podemos abarcar la distancia que existe entre el poderoso Dios y un indefenso bebé? Y sin embargo el Creador de los mundos, aquel en quien se manifestó la plenitud de la Divinidad corporalmente, se manifestó en el indefenso bebé del pesebre. Estaba por encima de cualquiera de los ángeles, era igual al Padre en dignidad y gloria, ¡y a pesar de ello se revistió de humanidad! La Divinidad y la humanidad se combinaron misteriosamente, y el hombre y Dios llegaron a ser uno. En esta unión encontramos la esperanza de nuestra especie caída. Al contemplar a Cristo en su humanidad, vemos a Dios, y vemos en él el resplandor de su gloria, la expresa imagen de su persona (The Signs of the Times, 30 de Julio de 1896).
A medida que el obrero estudie la vida de Cristo, y se espacie en el carácter de su misión, cada nuevo estudio le revelará algo más intensamente interesante que lo ya revelado. El tema es inagotable. El estudio de la encarnación de Cristo, su sacrificio expiatorio y su obra de mediación, ocuparán la mente del estudiante diligente mientras dure el tiempo (OE: 264).
Ciertamente es un misterio que Dios fuera así manifestado en la carne, y sin la ayuda del Espíritu Santo no podemos esperar comprender este tema. La lección más humillante que el hombre tiene que aprender es que la sabiduría humana es nada, y que es necedad el tratar de descubrir a Dios por sus propios esfuerzos (1MS: 292).
La naturaleza humana del Hijo de María, ¿fue cambiada en la naturaleza divina del Hijo de Dios? No. Las dos naturalezas se mezclaron misteriosamente en una sola persona: el hombre Cristo Jesús. En él moraba toda la plenitud de la Deidad corporalmente...
Este es un gran misterio, un misterio que no será comprendido plena y completamente, en toda su grandeza, hasta que los redimidos sean trasladados. Entonces se comprenderán el poder, la grandeza y la eficacia de la dádiva de Dios para el hombre. Pero el enemigo ha decidido que esta dádiva sea oscurecida hasta el punto de que quede reducida a nada (5CBA: 1088).
No podemos explicar el gran misterio del plan de redención. Jesús asumió la humanidad para alcanzar a la humanidad; pero no podemos explicar de qué modo la divinidad se revistió de humanidad. Un ángel no habría sabido cómo simpatizar con el hombre caído, pero Cristo vino al mundo y sufrió todas nuestras tentaciones, y llevó todos nuestros dolores (The Review and Herald, 01 de Octubre de 1889).
II. La unión milagrosa de lo humano con lo divino
Al deponer su manto real y su corona principesca, Cristo revistió su divinidad con humanidad, para que los seres humanos pudieran ser elevados de su degradación y ubicados en terreno ventajoso. Cristo no podría haber venido a esta tierra con la gloria que tenía en los atrios celestiales. Los seres humanos pecadores no podrían haber resistido la visión. Veló su divinidad con el manto de la humanidad, pero no se separó de su divinidad. Como Salvador divino humano, vino a ponerse a la cabeza de la raza caída, para compartir su experiencia desde la infancia hasta la virilidad. Para que los seres humanos llegaran a ser participantes de la naturaleza divina, vino a esta tierra y vivió una vida de perfecta obediencia (Review and Herald, 15 de Junio de 1905).
En Cristo, la divinidad y la humanidad se combinaron. La divinidad no descendió al nivel de la humanidad; la divinidad conservó su lugar, pero la humanidad, al estar unida a la divinidad, soportó la durísima prueba de la tentación en el desierto. El príncipe de este mudo se aproximó a Cristo después de su prolongado ayuno, cuando estaba hambriento, y le sugirió que le ordenara a las piedras que se convirtieran en pan. Pero el plan de Dios, trazado para la salvación del hombre, había previsto que Cristo conociera el hambre, la pobreza y cada aspecto de la experiencia humana (Review and Herald, 18 de Febrero de 1890).
Mientras más pensamos en el hecho de que Cristo llegó a ser un bebé aquí en esta tierra, más maravilloso nos parece. ¿Cómo pudo ser posible que el indefenso bebé del pesebre de Belén siguiera siendo el divino Hijo de Dios? Aunque no lo podamos entender, podemos creer que el que hizo los mundos se convirtió por nuestra causa en un indefenso bebé. Aunque ocupaba una posición superior a la de cualquiera de los ángeles, y aunque era tan grande como el Padre en el trono del cielo, se hizo uno con nosotros. En él Dios y el hombre llegaron a ser uno, y en este hecho encontramos la esperanza de nuestra raza caída. Al mirar a Cristo en la carne, vemos a Dios en la humanidad, y vemos en él el resplandor de la gloria divina, la expresa imagen del Padre (The Youth's Instructor [El instructor de la juventud], 21 de Noviembre de 1895).
Nadie, al contemplar ese rostro infantil, que resplandecía de animación, podía decir que Cristo era justamente como otros niños. Era Dios en carne humana. Cuando sus compañeros lo instaban a hacer algo malo, la divinidad resplandecía a través de la humanidad, y rehusaba decididamente. En un instante distinguía la diferencia entre lo correcto y lo incorrecto, y examinaba el pecado a la luz de los mandamientos de Dios, y sostenía la ley como un espejo que arrojaba luz sobre el error (The Youth ́s Instructor, 8 de Septiembre de 1898).
Como miembro de la familia humana era mortal, pero como Dios era la fuente de vida para el mundo. El habría podido resistir siempre los avances de la muerte en su persona divina, y rehusado colocarse bajo su dominio; pero depuso voluntariamente su vida, de modo que al hacerlo pudiera dar vida y traer a la luz la inmortalidad... ¡Qué humildad fue ésta! Asombró a los ángeles. La lengua jamás la podrá describir; la imaginación no la puede captar. ¡La Palabra eterna consintió en hacerse carne! ¡Dios se hizo hombre! (The Review and Herald, 5 de Julio de 1887).
El apóstol quiere apartar nuestra atención de nosotros mismos para que la fijemos en el Autor de nuestra salvación. Nos presenta sus dos naturalezas: la divina y la humana... Asumió voluntariamente la naturaleza humana. Fue su propia acción y su propio consentimiento. Revistió su divinidad de humanidad. Siempre fue Dios, pero no parecía Dios. Veló las demostraciones de la Divinidad que había atraído el homenaje y merecido la admiración del universo de Dios. Era Dios mientras estaba en la tierra, pero se despojó a sí mismo de la forma de Dios, y en su lugar tomó la forma y el aspecto de un hombre. Caminó por la tierra como un hombre. Por nuestra causa se hizo pobre, para que nosotros por su pobreza fuésemos enriquecidos. Depuso su gloria y su majestad. Era Dios, pero por un poco de tiempo renunció a las glorias y la forma de Dios... Llevó los pecados del mundo, y soportó el castigo que se desplomó como una montaña sobre su alma divina. Ofreció su vida en sacrificio, a fin de que el hombre no muriera para siempre. Murió, no obligado a ello, sino por su propia y libre voluntad (Review and Herald, 5 de Julio de 1887).
La naturaleza humana del Hijo de María, ¿fue cambiada en la naturaleza divina del Hijo de Dios? No. Las dos naturalezas se mezclaron misteriosamente en una sola persona: el hombre Cristo Jesús. En él moraba toda la plenitud de la Deidad corporalmente. Cuando Cristo fue crucificado, su naturaleza humana fue la que murió. La Deidad no disminuyó y murió; esto habría sido imposible (5CBA: 1088).
III. Tomó la naturaleza humana sin pecado
Cristo vino a la tierra tomando la humanidad y presentándose como representante del hombre para mostrar que, en el conflicto con Satanás, el hombre tal como Dios lo creó, unido con el Padre y el Hijo, podía obedecer todos los requerimientos divinos (1MS: 297).
A Cristo se lo llama el segundo Adán. En pureza y santidad, conectado con Dios y amado por él. Comenzó donde el primer Adán había comenzado. Voluntariamente recorrió el terreno donde Adán había caído, y redimió el fracaso de Adán (The Youth's Instructor, 2 de Junio de 1898).
Al venir el cumplimiento del tiempo debía manifestarse en forma humana. Tenía que ocupar su lugar a la cabeza de la humanidad mediante la asunción de la naturaleza, pero no de la pecaminosidad del hombre. En el cielo se escuchó la voz: “El Redentor vendrá a Sión, y a los que se apartan de la transgresión en Jacob, dice Jehová” (The Signs of the Times, 29 de Mayo de 1901).
Cuando Cristo inclinó la cabeza y murió, derribó por tierra junto con él las columnas del reino de Satanás. Venció a Satanás en la misma naturaleza sobre la cual Satanás había obtenido la victoria en el Edén. El enemigo fue vencido por Cristo en su naturaleza humana. El poder divino del Salvador estaba oculto. Venció en la naturaleza humana, apoyándose en el poder de Dios (The Youth's Instructor, 25 de Abril de 1901).
Al tomar sobre sí la naturaleza humana en su condición caída, Cristo no participó en lo más mínimo en su pecado. Estuvo sometido a las debilidades y flaquezas por las cuales está rodeado el hombre, “para que se cumpliese lo dicho por el profeta Isaías, cuando dijo: El mismo tomó nuestras enfermedades, y llevó nuestras dolencias”. El se compadeció de nuestras debilidades, y en todo fue tentado como lo somos nosotros, pero “sin pecado”. El fue el Cordero “sin mancha y sin contaminación”. Si Satanás pudiese haber tentado a Cristo para que pecara en lo más mínimo, hubiera herido la cabeza del Salvador. Pero como sucedió, sólo pudo herir su talón. Si la cabeza de Cristo hubiera sido herida, habría perecido la esperanza de la raza humana. La ira divina habría descendido sobre Cristo como descendió sobre Adán... No deberíamos albergar dudas en cuanto a la perfecta impecabilidad de la naturaleza de Cristo (5CBA: 1105).
Sed cuidadosos, sumamente cuidadosos en la forma en que os ocupáis de la naturaleza de Cristo. No lo presentéis ante la gente como un hombre con tendencias al pecado. El es el segundo Adán. El primer Adán fue creado como un ser puro y sin pecado, sin una mancha de pecado sobre él; era la imagen de Dios. Podía caer, y cayó por la transgresión. Por causa del pecado su posteridad nació con tendencias inherentes a la desobediencia. Pero Jesucristo era el unigénito Hijo de Dios. Tomó sobre sí la naturaleza humana, y fue tentado en todo sentido como es tentada la naturaleza humana. Podría haber pecado; podría haber caído, pero en ningún momento hubo en él tendencia alguna al mal. Fue asediado por las tentaciones en el desierto como lo fue Adán por las tentaciones en el Edén (5CBA: 1102).
El Hijo de Dios se humilló y tomó la naturaleza del hombre después de que la raza humana ya hacía cuatro mil años que se había apartado del Edén y de su estado original de pureza y rectitud. Durante siglos, el pecado había estado dejando sus terribles marcas sobre la raza humana, y la degeneración física, mental y moral prevalecía en toda la familia humana. Cuando Adán fue atacado por el tentador en el Edén, estaba sin mancha de pecado... En el desierto de la tentación., Cristo estuvo en el lugar de Adán para soportar la prueba que éste no había podido resistir (1MS: 313).
Evitad toda cuestión que se relacione con la humanidad de Cristo que pueda ser mal interpretada. La verdad y la suposición tienen no pocas similitudes. Al tratar de la humanidad de Cristo, necesitáis ser sumamente cuidadosos en cada afirmación, para que vuestras palabras no sean interpretadas haciéndoles decir más de lo que dicen, y así perdáis u oscurezcáis la clara percepción de la humanidad de Cristo combinada con su divinidad. Su nacimiento fue un milagro de Dios... Nunca dejéis, en forma alguna, la más leve impresión en las mentes humanas de que una mancha de corrupción o una inclinación hacia ella descansó sobre Cristo, o que en alguna manera se rindió a la corrupción. Fue tentado en todo como el hombre es tentado, y sin embargo él es llamado “el Santo ser”. Que Cristo pudiera ser tentado en todo como nosotros y sin embargo fuera sin pecado, es un misterio que no ha sido explicado a los mortales. La encarnación de Cristo siempre ha sido un misterio, y siempre seguirá siéndolo. Lo que se ha revelado es para nosotros y para nuestros hijos; pero que cada ser humano permanezca en guardia para que no haga a Cristo completamente humano, como uno de nosotros, porque esto no puede ser (5CBA: 1102-1103).
¡Qué aspectos opuestos se encuentran y se manifiestan en la persona de Cristo! ¡Era el poderoso Dios y sin embargo era un niño desamparado! ¡El Creador de todo el mundo, y sin embargo, en un mundo creado por él, a menudo tenía hambre y estaba cansado, y sin un lugar donde reclinar la cabeza! ¡Era el Hijo del hombre, y sin embargo era infinitamente superior a los ángeles! ¡Era igual al Padre pero, con su divinidad revestida de humanidad, estaba de pie a la cabeza de la raza caída, para que los seres humanos se pudieran ubicar en terreno ventajoso! ¡Poseedor de riquezas eternas, y sin embargo vivió la vida de un hombre pobre! ¡Era uno con el Padre en dignidad y poder, pero tentado en su humanidad en todo al igual que nosotros! En el mismo momento de su agonía en la cruz, como Vencedor, respondió al requerimiento del pecador arrepentido para que se acordara de él cuando viniera, en su reino (The Signs of the Times, 26 de Abril de 1905).
IV. Asumió las desventajas de la naturaleza humana
La doctrina de la encarnación de Cristo en carne humana es un misterio, “el misterio que había estado oculto desde los siglos y edades” (Col. 1: 26). Es el grande y profundo misterio de la piedad...
Cristo no tomó la naturaleza humana en forma aparente. La tomó de verdad. En realidad, poseyó la naturaleza humana. “Por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo” (Heb. 2: 14). Era el hijo de María; era de la simiente de David de acuerdo con la ascendencia humana (1MS: 289-290).
Vino a este mundo en forma humana, para vivir como un hombre entre los hombres. Asumió las desventajas de la naturaleza humana, para ser sometido a prueba. En su humanidad participaba de la naturaleza divina. En su encarnación se ganó en un nuevo sentido el título de Hijo de Dios (The Signs of the Times, 2 de Agosto de 1905).
Pero nuestro Salvador tomó la humanidad con todo su pasivo [todas sus desventajas]. Se vistió de la naturaleza humana, con la posibilidad de ceder a la tentación. No tenemos que soportar nada que él no haya soportado (DTG: 92).
Cristo llevó los pecados y las debilidades de la raza humana tal como existían cuando vino a la tierra para ayudar al hombre. Con las debilidades del hombre caído sobre él, en favor de la raza humana había de soportar las tentaciones de Satanás en todos los puntos en los que pudiera ser atacado el hombre (1MS: 314).
Jesús fue hecho en todo semejante a sus hermanos. Se hizo carne, como somos carne. Tuvo hambre y sed, y sintió cansancio. Fue sostenido por el alimento y refrigerado por el sueño. Participó de la suerte del hombre; aunque era el inmaculado Hijo de Dios. Era Dios en la carne. Su carácter ha de ser el nuestro (DTG: 278).
La naturaleza humana de Cristo se hizo semejante a la nuestra, y sintió el sufrimiento con más intensidad; porque su naturaleza espiritual estaba libre de toda mancha de pecado. Por eso su deseo de eliminar el sufrimiento es más fuerte de lo que el ser humano puede experimentar...
El Hijo de Dios soportó la ira de Dios contra el pecado. Todo el pecado del mundo, acumulado, se depositó sobre el Portador del pecado, el Inocente, el Único que podía ser propiciación por el pecado, porque él mismo era obediente. Era uno con Dios. No había mancha de corrupción en él. (The Signs of the Times, 9 de Diciembre de 1897).
Como uno de nosotros, debía llevar la carga de nuestra culpabilidad y desgracia. El Ser sin pecado debía sentir la vergüenza del pecado... Todo el pecado, la discordia y la contaminadora concupiscencia de la transgresión torturaban, su espíritu (DTG: 86).
Su alma estaba siendo abrumada por el peso de los pecados del mundo y su rostro expresaba dolor inenarrable, una angustia profunda que el hombre caído nunca había experimentado. Sintió la abrumadora marea de desdicha que inundaba el mundo. Comprendió los alcances de la fuerza de la complacencia del apetito y de las pasiones impías que dominaban el mundo (1MS: 318).
Con la expiación se cumplió toda justicia. En lugar del pecador, recibió el castigo el inmaculado Hijo de Dios, y el pecador se va libre mientras recibe a Cristo como su Salvador personal y lo conserve como tal. Aunque es culpable, se lo considera inocente. Cristo cumplió todos los requerimientos de la justicia (The Youth's Instructor, 25 de Abril de 1901).
Inmaculado, llevó los pecados de los culpables. Inocente, se ofreció sin embargo como sustituto por los transgresores. El peso de la culpabilidad de todos los pecados cargó sobre el alma divina del Redentor del mundo (1MS: 378).
Tomó sobre su naturaleza sin pecado nuestra naturaleza pecaminosa, para poder saber cómo socorrer a los tentados (Medical Ministry [Ministerio Médico]: 181).
V. Tentado en todo
Cristo es el único que experimentó todas las penas y tentaciones que sobrevienen a los seres humanos. Nunca fue tan fieramente perseguido por la tentación otro ser nacido de mujer; nunca llevó otro la carga tan pesada de los pecados y dolores del mundo. Nunca hubo otro cuya simpatía fuera tan abarcante y tierna. Habiendo participado de todo lo que experimenta la especie humana, no sólo podía condolerse de todo el que estuviera abrumado y tentado en la lucha, sino que sentía con él (Ed: 78).
Dios estaba en Cristo en forma humana, y soportó todas las tentaciones que asedian al hombre; participó en nuestro favor de todos los sufrimientos y las pruebas de la sufrida naturaleza humana (The Watchman [El Atalaya], 10 de Diciembre de 1907).
El “fue tentado en todo según nuestra semejanza”. Satanás estaba listo para atacarlo a cada paso, y lanzarle sus más fieras tentaciones; pero él “no pecó ni se halló engaño en su boca”. “El... sufrió siendo tentado”, sufrió en proporción a la perfección de su santidad. Pero el príncipe de las tinieblas no encontró nada en él; ni un solo pensamiento o sentimiento respondía a la tentación (5T: 422).
Qué bueno sería que entendiéramos lo que significan las palabras: “Cristo sufrió siendo tentado”. Aunque estaba libre de toda mancha de pecado, la refinada sensibilidad de su santa naturaleza hacía que el contacto con el mal le resultara indeciblemente doloroso. Sin embargo, habiendo asumido la naturaleza humana, se encontró con el archiapóstata frente a frente y resistió solo al enemigo de su trono. Ni siquiera en pensamiento se podía inducir a Cristo a ceder el poder de la tentación. Satanás encuentra en los corazones humanos un punto de apoyo: algún deseo pecaminoso albergado en el alma, por medio del cual sus tentaciones imponen su poder. Pero Cristo declaró acerca de sí mismo: “Viene el príncipe de este mundo, pero no tiene nada conmigo”. Las tormentas de la tentación estallaban sobre él, pero no podían lograr que se apartara de su lealtad a Dios (The Review and Herald, 8 de Noviembre de 1887).
Percibo que hay peligro en tratar temas que se refieren a la humanidad del Hijo del Dios infinito. El se humilló cuando vio que estaba en forma de hombre para poder comprender la fuerza de todas las tentaciones que acosan al hombre... En ninguna ocasión hubo una respuesta a las muchas tentaciones de Satanás. Cristo no pisó ni una vez el terreno de Satanás para darle ventaja alguna. Satanás no halló en él nada que lo animara a avanzar (5CBA: 1103).
Muchos sostienen que era imposible para Cristo ser vencido por la tentación. En tal caso, no podría haberse hallado en la posición de Adán; no podría haber obtenido la victoria que Adán dejó de ganar. Si en algún sentido tuviésemos que soportar nosotros un conflicto más duro que el que Cristo tuvo que soportar, él no podría socorrernos. Pero nuestro Salvador tomó la humanidad con todo su pasivo [todas sus desventajas]. Se vistió de la naturaleza humana, con la posibilidad de ceder a la tentación. No tenemos que soportar nada que él no haya soportado.... Cristo venció en favor del hombre, soportando la prueba más severa. Por nuestra causa, ejerció un dominio propio más fuerte que el hambre o la misma muerte (DTG: 92).
VI. Llevó el pecado y la culpa del mundo
Cristo llevó la culpa de los pecados del mundo. Nuestra suficiencia se encuentra únicamente en la encarnación y muerte del Hijo de Dios. El pudo sufrir porque era sostenido por la divinidad. Pudo soportar porque estaba sin mácula de deslealtad o pecado. (1MS: 355).
El [Cristo] tomó la naturaleza humana y llevó las debilidades y la degeneración del hombre (1MS: 314).
Habría sido una humillación casi infinita para el Hijo de Dios revestirse de la naturaleza humana, aun cuando Adán poseía la inocencia del Edén. Pero Jesús aceptó la humanidad cuando la especie se hallaba debilitada por cuatro mil años de pecado. Como cualquier hijo de Adán, aceptó los efectos de la gran ley de la herencia. Y la historia de sus antepasados terrenales demuestra cuáles eran aquellos efectos. Mas él vino con una herencia tal para compartir nuestras penas y tentaciones, y darnos el ejemplo de una vida sin pecado.
En el cielo, Satanás había odiado a Cristo por la posición que ocupara en las cortes de Dios. Le odió aún más cuando se vio destronado. Odiaba a Aquel que se había comprometido a redimir a una raza de pecadores. Sin embargo, a ese mundo donde Satanás pretendía dominar, permitió Dios que bajase su Hijo, como niño impotente, sujeto a la debilidad humana. Le dejó arrostrar los peligros de la vida en común con toda alma humana, pelear la batalla como la debe pelear cada hijo de la familia humana, aun a riesgo de sufrir la derrota y la pérdida eterna (DTG: 32-33).
¡Qué maravillosa combinación de humanidad y Divinidad! Podría haber ayudado a su naturaleza humana a resistir las incursiones de la enfermedad derramando vitalidad y vigor inmarcesible proveniente de su naturaleza divina. Pero se humilló a sí mismo hasta llegar al nivel de la naturaleza humana... ¡Dios se hizo hombre! (The Review and Herald, 4 de Septiembre de 1900).
En nuestra humanidad, Cristo había de resarcir el fracaso de Adán. Pero cuando Adán fue asaltado por el tentador, no pesaba sobre él ninguno de los efectos del pecado. Gozaba de una plenitud de fuerza y virilidad, así como del perfecto vigor de la mente y el cuerpo. Estaba rodeado por las glorias del Edén, y se hallaba en comunión diaria con los seres celestiales. No sucedía lo mismo con Jesús cuando entró en el desierto para luchar con Satanás. Durante cuatro mil años, la familia humana había estado perdiendo fuerza física y mental, así como valor moral; y Cristo tomó sobre sí las flaquezas de la humanidad degenerada. Únicamente así podía rescatar al hombre de las profundidades de su degradación (DTG: 91-92).
Revestido del manto de la humanidad, el Hijo de Dios descendió al nivel de los que deseaba salvar. En él no había ni engaño ni pecado; siempre fue puro e incontaminado; y sin embargo tomó sobre sí nuestra naturaleza pecaminosa. Al revestir su divinidad de humanidad, para poder relacionarse con la humanidad caída, trató de recuperar para el hombre lo que Adán había perdido como consecuencia de la desobediencia tanto para sí mismo como para el mundo. En su propio carácter exhibió ante el mundo el carácter de Dios (The Review and Herald, 15 de Diciembre de 1896).
El, por nuestra causa, depuso su manto real, descendió del trono del cielo, y estuvo dispuesto a revestir de humildad su divinidad, y llegó a ser como uno de nosotros pero sin pecado, a fin de que su vida y su carácter fueran un modelo para que todos lo copiaran, de modo que pudieran tener el precioso don de la vida eterna (The Youth's Instructor, 20 de Octubre de 1886).
Nació sin mancha de pecado, pero vino a este mundo como miembro de la familia humana (Carta 97, 1898).
Inocente e inmaculado, andaba entre los irreflexivos, los toscos y descorteses (DTG: 70).
Cristo, que no conocía en lo más mínimo la mancha o contaminación del pecado, tomó nuestra naturaleza en su condición deteriorada. Esta fue una humillación mayor que la que pueda comprender el hombre finito. Dios fue manifestado en carne. Se humilló a sí mismo. ¡Qué tema para el pensamiento, para una profunda y ferviente contemplación! Aunque era tan infinitamente grande la Majestad del cielo, sin embargo se inclinó tan bajo, sin perder un átomo de su dignidad y gloria. Se inclinó a la pobreza y la más profunda humillación entre los hombres (1MS: 296).
A pesar de que los pecados de un mundo culpable pesaban sobre Cristo, a pesar de la humillación que implicaba el tomar sobre sí nuestra naturaleza caída, la voz del cielo lo declaró Hijo del Eterno (DTG: 87).
Aunque no tenía mancha de pecado en su carácter, accedió a conectar con su divinidad nuestra naturaleza humana caída. Al asumir de este modo la humanidad, honró a la humanidad. Habiendo tomado nuestra naturaleza caída demostró lo que podría llegar a ser si aceptaba la amplia provisión que él ha hecho por ella, y si llegaba a participar de la naturaleza divina (Special Instruction Relating to the Review and Herald Office, and the Work in Battle Creek [Mensaje especial relacionado con la oficina de la Review and Herald y la obra en Battle Creek], 26 de Mayo de 1896, pág. 13).
El [Pablo] dirige la mente primero a la posición que ocupaba Cristo en el cielo, en el seno del Padre; lo revela después deponiendo su gloria, sometiéndose voluntariamente a todas las condiciones humillantes de la naturaleza del hombre, asumiendo las responsabilidades de un siervo, y siendo obediente hasta la muerte, la más ignominiosa y repulsiva de las muertes: la muerte de Cruz (4T: 458).
Los ángeles se prosternaron ante él. Ofrecieron sus vidas. Jesús les dijo que con su muerte salvaría a muchos, pero que la vida de un ángel no podría pagar la deuda. Sólo su vida podía aceptar el Padre por rescate del hombre. También les dijo que ellos tendrían una parte que cumplir; estar con él, y fortalecerle en varias ocasiones que tomaría la naturaleza caída del hombre, y su fortaleza no equivaldría siquiera a la de ellos; que presenciarían su humillación y sus acerbos sufrimientos (PE: 150).
Cristo mantenía su pureza en medio de la impureza. Satanás no podía mancharla ni corrompería. El carácter de Cristo revelaba un perfecto odio por el pecado. Su santidad era lo que despertaba contra él toda la cólera de un mundo relajado, pues con su vida perfecta proyectaba sobre el mundo un continuo reproche, y ponía de manifiesto el contraste entre la transgresión y la pura e impecable justicia de Aquel que no conoció pecado (5CBA: 1116).
VII. La perfecta impecabilidad de la naturaleza humana de Cristo
No debemos tener dudas en cuanto a la perfección impecable de la naturaleza humana de Cristo. Nuestra fe debe ser inteligente; debemos mirar a Jesús con perfecta confianza, con fe plena y entera en el Sacrificio expiatorio. Esto es esencial para que el alma no sea rodeada de tinieblas. Este santo Sustituto puede salvar hasta lo último, pues presentó ante el expectante universo una humildad perfecta y completa en su carácter humano, y una perfecta obediencia a todos los requerimientos de Dios (1MS: 300).
Con su brazo humano, Cristo rodeó la raza, mientras que con su brazo divino se aferró del trono del Infinito, para unir al hombre finito con el infinito Dios. Tendió un puente sobre el abismo que había abierto el pecado, y unió la tierra con el cielo. Conservó en su naturaleza humana la pureza de su carácter divino (The Youth's Instructor, 2 de Junio de 1898).
No estaba contaminado por la corrupción; era extraño al pecado; no obstante, oraba, y a veces con grandes clamores y lágrimas. Oraba por sus discípulos y por sí mismo, identificándose de este modo con nuestras necesidades, nuestras debilidades y nuestros fracasos, que son tan comunes a la humanidad. Era un poderoso solicitante, que no poseía las pasiones de nuestra naturaleza humana caída, pero acosado por las mismas debilidades y tentado en todo como nosotros. Jesús soportó una agonía que demandaba el auxilio y el apoyo del Padre (2T: 508).
Se hermana con nuestras flaquezas, pero no alimenta pasiones semejantes a las nuestras. Como no pecó, su naturaleza rehuía el mal. Soportó luchas y torturas del alma en un mundo de pecado. Dado su carácter humano, la oración era para él una necesidad y un privilegio. Requería el más poderoso apoyo y consuelo divino que su Padre estuviera dispuesto a impartirle a él que, para beneficio del hombre, había dejado los goces del cielo y elegido por morada un mundo frío e ingrato (1JT: 218-219).
Su doctrina descendía como la lluvia; sus palabras se esparcían como el rocío. En el carácter de Cristo se combinaban una majestad que Dios nunca había desplegado antes frente al hombre caído, y una humildad que el hombre nunca había logrado desarrollar. Nunca antes había caminado entre los hombres un ser tan puro, tan bueno, tan consciente de su naturaleza divina; y sin embargo tan sencillo, tan lleno de planes y propósitos para beneficiar a la humanidad. Aunque aborrecía el pecado, lloró lleno de compasión por el pecador. No se complació a sí mismo. La Majestad del cielo se revistió de la humildad de un niño. Este es el carácter de Cristo (5T: 422).
La vida de Jesús estuvo en armonía con Dios. Mientras era niño, pensaba y hablaba como niño; pero ningún vestigio de pecado mancilló la imagen de Dios en él. Sin embargo, no estuvo exento de tentación... Jesús fue colocado donde su carácter iba a ser probado. Le era necesario estar constantemente en guardia a fin de conservar su pureza. Estuvo sujeto a todos los conflictos que nosotros tenemos que arrostrar, a fin de sernos un ejemplo en la niñez, la adolescencia y la edad adulta (DTG: 52).
Al tomar sobre sí la naturaleza del hombre en su condición caída, Cristo no participó de su pecado en lo más mínimo. Estuvo sujeto a las flaquezas y debilidades que rodean al hombre, “para que se cumpliese lo dicho por el profeta Isaías, cuando dijo: El mismo tomó nuestras enfermedades y llevó nuestras dolencias” (Mat. 8: 17). Fue conmovido por el sentimiento de nuestras debilidades y fue en todo tentado a nuestra semejanza. Y, sin embargo, no conoció pecado. Fue el Cordero “sin mancha y sin contaminación” (1 Pedro 1: 19)... No debemos tener dudas en cuanto a la perfección impecable de la naturaleza humana de Cristo (1MS: 299-300).
Sólo Cristo podía abrir el camino, al hacer una ofrenda igual a las demandas de la ley divina. Era perfecto e incontaminado por el pecado. Era sin mancha ni arruga. La extensión de las terribles consecuencias del pecado nunca podrían haber sido conocidas, si el remedio provisto no hubiera sido de infinito valor. La salvación del hombre caído se consiguió a un costo tan inmenso que los ángeles se maravillaron, y no podían entender plenamente el misterio divino de que la Majestad del cielo, igual a Dios, muriera por la raza rebelde (The Spirit of Prophecy [El espíritu de profecía], t. 2, pág. 11-12).
Así sucede con la lepra del pecado, que es arraigada, mortífera e imposible de ser eliminada por el poder humano. “Toda cabeza está enferma, y todo corazón doliente. Desde la planta del pie hasta la cabeza no hay en él cosa ilesa, sino herida, hinchazón y podrida llaga” (Isa. 1: 5-6). Pero Jesús, al venir a morar en la humanidad, no se contamina. Su presencia tiene poder para sanar al pecador (DTG: 231).
Jesús miró un momento la escena: la temblorosa víctima avergonzada, los signatarios de rostro duro, sin rastros de compasión humana. Su espíritu de pureza inmaculada sentía repugnancia por este espectáculo. Bien sabía él con qué propósito se le había traído este caso. Leía el corazón, y conocía el carácter y la vida de cada uno de los que estaban en su presencia... Los acusadores habían sido derrotados. Ahora, habiendo sido arrancado su manto de pretendida santidad, estaban, culpables y condenados, en la presencia de la pureza infinita (DTG: 425-426).
VIII. Cristo conservará para siempre la naturaleza humana
Al condescender a tomar sobre sí la humanidad, Cristo reveló un carácter opuesto al carácter de Satanás... Al tomar, nuestra naturaleza, el Salvador se vinculó con la humanidad por un vínculo que nunca se ha de romper. A través de las edades eternas, queda ligado con nosotros. “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito” (Juan 3: 16). Lo dio no sólo para que llevase nuestros pecados y muriese como sacrificio nuestro; lo dio a la especie caída. Para asegurarnos los beneficios de su inmutable consejo de paz, Dios dio a su Hijo unigénito para que llegase a ser miembro de la familia humana, y retuviese para siempre sin naturaleza humana. Tal es la garantía de que Dios cumplirá su promesa. “Un niño nos es nacido, hijo nos es dado; y el principado sobre su hombro”. Dios adoptó la naturaleza humana en la persona de su Hijo, y la llevó al más alto cielo (DTG: 16-17).
Apéndice C: La Expiación.
Primera Parte - El Sacrificio Expiatorio.
I. El carácter central de la cruz en la expiación.
El sacrificio de Cristo como expiación del pecado es la gran verdad en derredor de la cual se agrupan todas las otras verdades (OE: 330).
Ella [la cruz] es la columna central en la cual reposa el más excelente y eterno peso de gloria que le corresponde a los ^que aceptan esa cruz. Por debajo y en torno de la cruz de Cristo, esa columna inmortal, el pecado no se reavivará ni el error logrará asumir el control (Carta 124, 1900).
El sacrificio de Cristo como expiación del pecado es la gran verdad en derredor de la cual se agrupan todas las otras verdades. A fin de ser comprendida y apreciada debidamente, cada verdad de la Palabra de Dios, desde el Génesis hasta el Apocalipsis, debe ser estudiada a la luz que fluye de la cruz del Calvario. Os presento el magno y grandioso monumento de la misericordia y regeneración, de la salvación y redención: el Hijo de Dios levantado en la cruz. Tal ha de ser el fundamento de todo discurso pronunciado por nuestros ministros (OE: 330).
La cruz del Calvario desafía y finalmente vencerá todo poder de la tierra y el infierno. Toda influencia tiene su centro en la cruz, y de ella sale toda influencia. Es el gran centro de atracción; porque en ella Cristo dio su vida por la raza humana. Este sacrificio se ofreció para restaurar al hombre a su perfección original; sí, más aún: se ofreció para darle un carácter totalmente transformado, para hacerlo más que vencedor....
Si la cruz no encuentra una influencia en su favor, la crea. De generación en generación la verdad para este tiempo se revela como verdad presente. Cristo en la cruz fue el medio por el cual la misericordia y la verdad se encontraron, y la justicia y la paz se besaron. Estos son los medios que han de mover el mundo (Manuscrito 56, 1899).
Hay una gran verdad central que siempre debemos mantener en la mente cuando se escudriñan las Escrituras: Cristo crucificado. Toda otra verdad está investida con la influencia y el poder correspondientes a su relación con este tema. Únicamente a la luz de la cruz podemos discernir el exaltado carácter de la ley de Dios. El alma paralizada por el pecado puede recibir nueva vida únicamente mediante la obra realizada en la cruz por el Autor de nuestra salvación (AFC: 210).
Al colgar de la cruz Cristo era el evangelio... Este es nuestro mensaje, nuestro argumento, nuestra doctrina, nuestra advertencia al impenitente, nuestro ánimo para el que sufre, la esperanza de cada creyente. Si podemos despertar un interés en las mentes de los hombres que los induzca a fijar los ojos en Cristo, podremos ponemos a un lado y pedirles que sólo continúen con los ojos fijos en el Cordero de Dios (Manuscrito 49, 1898).
Reunid las más vigorosas declaraciones afirmativas con respecto a la expiación que Cristo hizo por los pecados del mundo. Mostrad la necesidad de esta expiación (Ev: 140).
El hecho de que los compañeros de Cristo en su crucifixión fueran ubicados uno a su derecha y el otro a su izquierda es significativo; su cruz se encuentra en el mismo centro del mundo (Manuscrito 52, 1897).
Cristo, y Cristo crucificado es el mensaje que Dios quiere que sus siervos proclamen a lo largo y a lo ancho del mundo. La ley y el evangelio se presentarán entonces en unidad perfecta (The Review and Herald, 29 de Septiembre de 1896).
Jamás debería predicarse un sermón ni darse instrucción bíblica en relación con cualquier tema, sin señalar a los oyentes el “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Juan 1: 29). Cada verdadera doctrina tiene su centro en Cristo, cada precepto recibe fuerzas de sus palabras (6T: 54).
Quitarle al cristiano la cruz sería como eliminar el sol del cielo. La cruz nos acerca a Dios y nos reconcilia con él... Sin la cruz, el hombre no podría unirse con el Padre. De ella depende toda nuestra esperanza (HAp: 173).
El estudio de la encarnación de Cristo, su sacrificio expiatorio y su obra de mediación, ocuparán la mente del estudiante diligente mientras dure el tiempo (OE: 264).
Cristo crucificado por nuestros pecados, Cristo resucitado de los muertos, Cristo ascendido al cielo, es la ciencia de la salvación que debemos aprender y enseñar (8T: 287).
Pero jamás debe presentarse un discurso sin presentar a Cristo y Cristo Crucificado como fundamento del Evangelio (1JT: 527).
Debemos llegar a ser exponentes de la eficacia de la sangre de Cristo, por medio de la cual nuestros propios pecados han sido perdonados (6T: 82).
La ciencia es demasiado limitada para comprender la expiación; el misterioso y maravilloso plan de redención es tan abarcante que la filosofía no lo puede explicar; permanecerá para siempre como un misterio que la razón más profunda no lo podrá sondear. Si la sabiduría finita lo pudiera explicar, perdería su carácter sagrado y su dignidad. Es un misterio que Alguien igual al Padre se humillara a sí mismo hasta sufrir la cruel muerte de cruz para rescatar al hombre; y es un misterio que Dios amara al mundo de tal manera que permitiera que su Hijo hiciera este gran sacrificio (The Signs of the times, 24 de Octubre de 1906).
Satanás tiene el premeditado propósito de impedir que las almas crean en Cristo como única esperanza suya; porque la sangre de Cristo que limpia de todo pecado obra eficazmente sólo en favor de aquellos que creen en su mérito (OE: 170).
II. En la cruz se hizo un sacrificio expiatorio completo
El [Cristo] plantó la cruz entre el cielo y la tierra, y cuando el Padre consideró el sacrificio de su Hijo, se inclinó en reconocimiento de su perfección. “Basta – dijo -. La expiación está completa (The Review and Herald, 24 de Septiembre de 1901).
El tipo se unió al antitipo en ocasión de la muerte de Cristo, el Cordero inmolado por los pecados del mundo. Nuestro gran Sumo sacerdote hizo el único sacrificio que tiene valor en nuestra salvación. Cuando se ofreció en la cruz, se hizo una expiación perfecta por los pecados del pueblo. Nos encontramos de pie ahora en el atrio exterior, esperando y anticipando la bendita esperanza, la gloriosa aparición de nuestro Señor y Salvador Jesucristo (The Signs of the Times, 28 de Junio de 1899).
Nuestro gran Sumo Sacerdote completó la ofrenda de sacrificio de sí mismo cuando sufrió fuera de la puerta. Entonces efectuó una perfecta expiación por los pecados del pueblo. Jesús es nuestro Abogado, nuestro Sumo Sacerdote, nuestro Intercesor. Por lo tanto, nuestra posición actual es como la de los israelitas, que estaban en el atrio exterior, esperando esa bendita esperanza, el glorioso aparecimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo (AFC: 75).
Había llegado el momento cuando el universo celestial debía aceptar a su Rey. Los ángeles, querubines y serafines debían estar de pie entonces frente a la cruz... El Padre aceptó al Hijo. No hay lengua que pueda transmitir el regocijo del cielo o la expresión de satisfacción y deleite que se observó en el rostro de Dios por causa de su Hijo unigénito cuando vio que la expiación estaba completa (The Signs of the Times, 16 de Agosto de 1899).
El Padre demuestra su infinito amor a Cristo, quién pagó nuestro rescate con su sangre, recibiendo y dando la bienvenida a los amigos de Cristo como amigos suyos. Está satisfecho con la expiación hecha. Ha sido glorificado por la encarnación, la vida, la muerte, y la mediación de su Hijo (3JT: 29).
El Padre le dio todo el honor al Hijo, al sentarlo a su diestra, muy por encima de los principados y potestades. Expresó su gran gozo y su deleite al recibir al Crucificado y al coronarlo de gloria y de honra. Y todos los favores que le manifestó a su Hijo mediante la aceptación de su gran expiación, también se manifiestan en favor de su pueblo... Dios lo ama así como ama a su Hijo... se le aplicó el sello del cielo a la expiación de Cristo. Su sacrificio es satisfactorio en todo sentido (The Signs of the Times, 16 de Agosto de 1899).
El sacrificio de Cristo es suficiente; presentó ante Dios una ofrenda plana y eficaz; el esfuerzo humano sin los méritos de Cristo carece de valor (The Review and Herald, 19 de Agosto de 1890 - 24 de Marzo de 1896).
Así como el sacrificio en beneficio nuestro fue completo, también debe ser completa nuestra restauración de la corrupción del pecado (MC: 357).
Su muerte en la cruz del Calvario fue la culminación de su humillación. Su obra como Redentor está más allá de las posibilidades de la comprensión finita. Sólo los que han muerto al yo, cuyas vidas están escondidas con Cristo en Dios, pueden comprender en cierta medida la plenitud de la ofrenda hecha para salvar a la raza caída (Carta 196, 1901).
III. La encarnación como prerrequisito para el sacrificio expiatorio
Cristo adquirió el mundo al pagar rescate por él, al tomar la naturaleza humana. Fue no sólo la ofrenda, sino también el Oferente. Revistió su divinidad de humanidad, y voluntariamente tomó sobre sí la naturaleza humana, con lo que hizo posible que se ofreciera a sí mismo como rescate (Manuscrito 92, 1899).
Ningún ángel pudo pagar el rescate por la raza humana; la vida de ellos le pertenece a Dios; no pueden entregarla. Todos los ángeles se encuentran bajo el yugo de la obediencia. Son los mensajeros designados por el Comandante del cielo. Pero Cristo es igual a Dios, infinito y omnipotente. Podía pagar el rescate para lograr la libertad del hombre. Es el Hijo eterno, con existencia propia, sobre quien nunca se ha posado el yugo; y cuando Dios preguntó: “¿A quién enviaré?” él pudo contestar: “Heme aquí, envíame a mí”. Pudo comprometerse a ser el rescate del hombre; porque pudo decir lo que ni el más exaltado de los ángeles podía decir: Tengo poder sobre mi propia vida, “poder para ponerla, y... poder para volverla a tomar” (The Youth's Instructor, 21 de Junio de 1900).
El hombre no podía expiar la culpa del hombre. Su condición pecaminosa y caída hacían de él una ofrenda imperfecta, un sacrificio expiatorio de menor valor que Adán antes de su caída. Dios hizo al hombre perfecto y recto, y después de su transgresión no podía haber un sacrificio expiatorio aceptable a Dios en su favor, a menos que la ofrenda hecha fuera de un valor superior al del hombre en su estado de perfección e inocencia.
El divino Hijo de Dios era el único sacrificio de suficiente valor como para satisfacer plenamente las demandas de la perfecta ley de Dios. Los ángeles eran sin pecado, pero su valor es inferior al de la ley de Dios. Estaban sujetos a la ley. Era mensajeros destinados a hacer la voluntad de Cristo, y a inclinarse ante él. Era seres creados y sometidos a prueba. Para Cristo no había requisitos. Tenía poder para poner su vida y para volverla a tomar. No tenía obligación alguna de emprender la tarea de la expiación. El sacrificio que hizo fue voluntario. Su vida era de suficiente valor como para rescatar al hombre de su condición caída (The Spirit of Prophecy, t. 2, pág. 9-10; ed. 1877).
IV. El Cristo inmaculado era una ofrenda perfecta
Cristo no habría podido llevar a cabo esta tarea si no hubiera sido inmaculado. Sólo Alguien que fuera perfecto podía ser a la vez el portador y el perdonador del pecado. Se pone de pie delante de la congregación de sus redimidos como su Garantía abrumada por el pecado y manchada de pecado, pero los pecados que lleva son los pecados de ellos. A lo largo de su vida de humillación y sufrimiento, desde el instante en que nació como el bebé de Belén hasta que pendió de la cruz del Calvario, y clamó con una voz que sacudió el universo diciendo: “Consumado es”, el Salvador era puro y sin mancha (Manuscrito 165, 1899).
Cristo era sin pecado; si no fuera así su vida en carne humana y su muerte de cruz no habrían tenido más valor para obtener gracia para el pecador que la muerte de cualquier otro ser humano. Aunque asumió la humanidad, se trataba de una vida que estaba unida a la Divinidad. Podía poner su vida como sacerdote y víctima. Disponía de poder para ponerla y para volverla a tomar. Se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios (Manuscrito 92, 1899).
Cuando clamó: “Consumado es”, Cristo sabía que la batalla estaba ganada. Como vencedor moral, plantó su bandera en las alturas eternas. ¿No había, acaso, gozo entre los ángeles? No hay hijo o hija de Adán que no pueda aferrarse de los méritos del inmaculado Hijo de Dios para decir: “Cristo murió por mí. Es mi Salvador” (Manuscrito 111, 1897).
Como portador del pecado, y sacerdote y representante del hombre ante Dios, él [Cristo] entró en la vida de la humanidad, para llevar nuestra carne y nuestra sangre. La vida se encuentra en esa corriente de sangre vital que se dio por la vida del mundo. Cristo hizo una expiación completa, al dar su vida en rescate por nosotros. Nació sin mancha de pecado, pero vino al mundo tal como cualquier otro miembro de la familia humana. No poseía la mera semejanza de un cuerpo, sino que tomó la naturaleza humana al participar de la vida de la humanidad. De acuerdo con la ley que Cristo mismo dio, el pariente más cercano rescató la herencia empeñada. Jesucristo depuso su manto real y su corona principesca, y revistió su divinidad de humanidad a fin de convertirse en sustituto y rescate de la humanidad, de manera que al morir como hombre pudiera destruir por medio de la muerte al que tenía poder sobre la muerte. No lo podría haber hecho como Dios, pero al venir como hombre Cristo podía morir. Mediante la muerte venció a la muerte. La muerte de Cristo acarreó la muerte del que tenía poder sobre la muerte, y abrió las puertas de la tumba para todos los que lo reciben como su Salvador personal (Carta 97, 1898).
V. La culpa y el castigo transferidos al Sustituto
Al morir en la cruz, transfirió la culpa de la persona del transgresor a la del divino Sustituto, por fe en él como su Redentor personal. Los pecados de un mundo culpable, que en figura se presentan “rojos como el carmesí”, le fueron imputados al divino Redentor (Manuscrito 84a, 1897).
El santo Hijo de Dios no tiene pecados ni pesares propios que llevar: llevaba los pesares de los demás; porque en él se depositaron las iniquidades de todos nosotros. Mediante su divina simpatía se relaciona con el hombre, y como representante de la especie se avino a que lo trataran como transgresor. Contempla el abismo de pesar abierto para nosotros por nuestros pecados, y propone tender un puente sobre el abismo que separa al hombre de Dios (Bible Echo and Signs of the Times [El eco bíblico y las señales de los tiempos], 1 de Agosto de 1892).
Se sintió abrumado de horror al contemplar la espantosa obra que el pecado había hecho. La carga de pecado, consecuencia de que el hombre transgredió la ley de Dios, era tan grande que la naturaleza humana era incapaz de soportarla. Los sufrimientos de los mártires no se pueden comparar con la agonía de Cristo. La presencia divina estaba con ellos en sus sufrimientos; pero el rostro del Padre se ocultó de su Hijo amado (Ibíd.).
En el jardín del Getsemaní, Cristo sufrió en lugar del hombre, y la naturaleza humana del Hijo de Dios vaciló ante el terrible horror de la culpa del pecado...
El poder que infligía justicia retributiva sobre el sustituto y garantía del hombre, era el poder que sostenía al Sufriente bajo el tremendo peso de la ira que habría sobrevenido sobre un mundo pecador. Cristo estaba sufriendo la sentencia de muerte que se había pronunciado sobre los transgresores de la ley de Dios (Manuscrito 35, 1895).
¿Qué sostuvo al Hijo de Dios en medio de su traición y su juicio? Vio el resultado del trabajo de su alma y quedó satisfecho. Tuvo una visión de la expansión de la eternidad, y vio la felicidad de los que recibirían perdón y vida eterna por medio de su humillación. Herido fue por sus pecados; fue golpeado por sus iniquidades. El castigo de su paz fue sobre él, y por sus azotes fueron sanados. Su oído captó el clamor de los redimidos. Oyó a los redimidos mientras cantaban el cántico de Moisés y del Cordero (8T: 43-44).
VI. Cristo era a la vez el Sacrificio y el sacerdote oficiante
La infinita suficiencia de Cristo queda demostrada por el hecho de que llevó los pecados de todo el mundo. Ocupa el doble puesto de oferente y ofrenda; de sacerdote y víctima. Era santo, inocente, incontaminado y apartado de los pecadores. “Viene el príncipe de este mundo – declaró - no tiene nada en mí”. Era un Cordero sin mancha ni contaminación (Carta 192, 1906).
Así como el sumo sacerdote deponía su magnífico atuendo pontifical y oficiaba revestido de lino blanco como los sacerdotes comunes, Cristo se vació a sí mismo y tomó la forma de siervo, y ofreció el sacrificio siendo a la vez Sacerdote y Víctima (The Southern Watchman [El atalaya del sur], 6 de Agosto de 1903).
VII. La cruz es central en la expiación
La cruz debe ocupar el lugar central porque es el medio para lograr la expiación del hombre y por la influencia que ejerce sobre todos los aspectos del gobierno divino (6T: 236).
La expiación de Cristo no es sólo una forma eficaz de perdonar nuestros pecados; es un remedio divino para curar la transgresión y restaurar la salud espiritual. Es el medio divinamente ordenado por el cual la justicia de Cristo puede estar no sólo sobre nosotros, sino en nuestros corazones y caracteres (Carta 406, 1906).
Sin derramamiento de sangre no se hace remisión del pecado. Debía sufrir la agonía de una muerte pública en la cruz, para que a los testigos presentes no les quedara ni una sombra de duda (Manuscrito 101, 1897).
Adán escuchó las palabras del tentador, cedió a sus insinuaciones y cayó en pecado. ¿Por qué el hombre no recibió inmediatamente la pena de muerte pronunciada en este caso? Porque se encontró un rescate. El unigénito Hijo de Dios se ofreció voluntariamente para tomar sobre sí el pecado del hombre, y para ser la expiación de la raza caída. No podría haber habido perdón del pecado si no se hubiera hecho esta expiación. Si Dios hubiera perdonado el pecado de Adán sin expiación, se habría inmortalizado el pecado, y se lo habría perpetuado con una osadía irrestricta (The Review and Herald, 23 de Abril de 1901).
En los concilios del cielo se estableció que la cruz fuera el medio de la expiación. Debía ser el medio divino de ganar a los seres humanos para Cristo. El vino a este mundo para demostrar que en la humanidad podía guardar la santa ley de Dios (Manuscrito 165,1899).
Cristo se dio a sí mismo como sacrificio expiatorio para la salvación de un mundo perdido (8T: 208).
VIII. Las provisiones de la expiación abarcan a toda la humanidad
La expiación de Cristo incluye a toda la familia humana. Nadie, elevado o humilde, rico o pobre, libre o esclavo, ha sido dejado afuera del plan de redención (Carta 106, 1900).
Cristo sufrió fuera de las puertas de Jerusalén, porque el Calvario se encontraba fuera de los muros de la ciudad. Esto tenía como fin demostrar que él murió, no sólo por los hebreos, sino por toda la humanidad. Proclama ante un mundo caído que él es su Redentor, y lo insta a aceptar la salvación que ofrece (The Watchman [El Atalaya], 4 de Septiembre de 1906).
Así como el sumo sacerdote rociaba la sangre caliente sobre el propiciatorio mientras la fragante nube de incienso ascendía delante de Dios, así también ahora, mientras confesamos nuestros pecados y suplicamos la eficacia de la sangre expiatoria de Cristo, nuestras oraciones deben ascender al cielo, con la fragancia de los méritos del carácter del Salvador. A pesar de nuestra indignidad, debemos recordar que hay Alguien que puede quitar el pecado, y que está a la vez dispuesto y ansioso de salvar al pecador. Con su propia sangre pagó la deuda de todos los obradores de maldad (The Review and Herald, 29 de Septiembre de 1896).
Jesús [después de su resurrección] se negó a recibir el homenaje de los suyos hasta tener la seguridad de que su sacrificio era aceptado por el Padre. Ascendió a los atrios celestiales, y de Dios mismo oyó la seguridad de que su expiación por los pecados de los hombres había sido amplia, de que por su sangre todos podían obtener vida eterna (DTG: 734).
Los pecados del pueblo se transferían en figura al sacerdote oficiante, que actuaba como mediador para el pueblo. El sacerdote mismo no podía llegar a ser una ofrenda por el pecado, y hacer expiación por medio de su vida, porque también era pecador. Por eso, en lugar de sufrir la muerte él mismo, le daba muerte a un cordero sin tacha; el castigo del pecado se transfería al inocente animal, que de ese modo se convertía en su sustituto y representaba la perfecta ofrenda de Jesucristo. Por medio de la sangre de esa víctima, el hombre veía por fe la sangre de Cristo que expiaría los pecados del mundo (The Signs of the Times, 14 de Marzo de 1878).
IX. Los numerosos resultados de la expiación
La expiación de Cristo selló para siempre el eterno pacto de la gracia. Era el cumplimiento de todas las condiciones en virtud de las cuales Dios suspendió la libre comunicación de la gracia para la familia humana. Se derribaron entonces todas las barreras que se interponían entre la libre plenitud del ejercicio de la gracia, la misericordia, la paz y el amor, y el miembro más culpable de la raza de Adán (Manuscrito 92,1899).
El murió en la cruz del Calvario en nuestro favor. Pagó el precio. La justicia está satisfecha. Los que creen en Cristo, los que se dan cuenta de que son pecadores, y que como tales tienen que confesar sus pecados, recibirán pleno y gratuito perdón (Carta 52, 1906).
Por causa de la transgresión, el hombre fue separado de Dios y la comunión entre ambos se quebrantó, pero Jesucristo murió en la cruz del Calvario, llevando en su cuerpo los pecados de todo el mundo; y la cruz se tiende como un puente sobre el abismo abierto entre el cielo y la tierra. Cristo conduce a los hombres hacia ese abismo, y les señala el puente que lo traspone, y dice: “Si alguien viene en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz todos los días, y sígame”. Dios nos concede un tiempo de prueba para verificar si seremos o no leales a él (Manuscrito 21, 1895).
El sacrificio expiatorio visto por medio de la fe, le brinda paz y consuelo y esperanza al alma temblorosa, abrumada por su sentimiento de culpa. La ley de Dios detecta el pecado, y mientras el pecador es atraído al Cristo agonizante, percibe el carácter atroz del pecado, se arrepiente y recurre al remedio, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (The Review and Herald, 2 de Septiembre de 1890).
De este modo, por medio de la crucifixión de Cristo, los seres humanos se reconcilian con Dios, Cristo adopta a los parias, que se convierten en el motivo de su especial cuidado, como miembros de la familia de Dios, porque aceptaron a su Hijo como Salvador. A ellos se les da la facultad de ser hijos de Dios, herederos del Señor y coherederos con Cristo. Logran un conocimiento inteligente de lo que es Cristo para ellos y de las bendiciones que pueden recibir como miembros de la familia del Altísimo. Y en su infinita condescendencia Dios se complace en mantener con los una relación de Padre (Carta 255, 1904).
El mundo no reconoce que, a un costo infinito, Cristo rescató a la raza humana. No reconoce que por creación y redención tiene un justo derecho sobre cada ser humano. Pero como Redentor de la raza caída, se le ha concedido la escritura de posesión, que le da derecho de reclamarlos como su propiedad (Carta 136, 1902).
Cristo se comprometió a convertirse en su sustituto y garantía, para darle al hombre una segunda oportunidad. Cuando éste transgredió el más pequeño de los preceptos de Jehová, era una desobediencia tan grande como si se hubiera tratado de una prueba más difícil. Pero, ¡de qué manera se proveyó gracia, misericordia y amor! La divinidad de Cristo se empeñó en llevar los pecados del transgresor. Este rescate reposa sobre terreno sólido; esta paz prometida es para que el corazón reciba a Jesucristo. Y al recibirlo por fe, somos bendecidos con todas las bendiciones espirituales en lugares celestiales con Cristo (Manuscrito 114,1897).
Cristo recibió su herida de muerte, que era el trofeo de su victoria y de la de todos los que creen en él. Estas heridas aniquilaron el poder que ejercía Satanás sobre cada leal y creyente súbdito de Jesucristo. Mediante los sufrimientos y la muerte de Cristo, las inteligencias humanas, caídas por causa del pecado de Adán, se elevan para convertirse en herederas de la inmortalidad y de un eterno peso de gloria, mediante su aceptación de Cristo y por fe en él. Los portales del paraíso celestiales abren de par en par para los habitantes de este mundo caído. Por medio de la fe en la justicia de Cristo, los rebeldes a la ley de Dios pueden aferrarse del Infinito y ser participantes de la vida eterna (Carta 103, 1894).
“Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo. Y decía esto dando a entender de qué muerte iba a morir”. Esta es la crisis del mundo. Si yo llego a ser propiciación para él, se iluminará. La desdibujada imagen de Dios se reproducirá y se restaurará, y una familia de santos creyentes habitará finalmente el hogar celestial. Este es el resultado de la crucifixión de Cristo y la restauración del mundo (Manuscrito 33, 1897).
Nuestro Salvador pagó nuestro recate. Nadie necesita seguir siendo esclavo de Satanás. Cristo está delante de nosotros como nuestro divino ejemplo, nuestro todopoderoso Ayudador. Hemos sido comprados por un precio imposible de calcular, ¿Quién podría medir la bondad y la misericordia del amor redentor? (Manuscrito 76,1903).
Dios dio testimonio de la gran obra de la expiación, de reconciliar al mundo consigo mismo, al darle a los seguidores de Cristo una verdadera comprensión del reino que estaba estableciendo sobre la tierra, cuyo fundamento puso él mismo con su propia mano.
El Padre le dio todo el honor a su Hijo al sentarlo a su diestra, por encima de todos los principados y potestades. Expresó su gran alegría y su deleite al recibir al Crucificado, para coronarlo de gloria y honor. Y todos los favores atribuidos a su Hijo al aceptar su gran expiación, los atribuye también a su pueblo. Los que han unido sus intereses en amor con Cristo, son aceptos en el Amado. Sufren con Cristo, y su glorificación les interesa mucho, porque son aceptos en él. Dios los ama así como ama a su Hijo (The Signs of the Times,16 de Agosto de 1899).
X. Mediante la expiación se provee justicia
Era evidente para él que la ley no disminuye ni una jota de su justicia, pero por medio del sacrificio expiatorio, por medio de la imputada justicia de Cristo, el pecador arrepentido comparece justificado frente a la ley.
Cristo soportó el castigo que debería haber recaído sobre el transgresor; y por medio de la fe el pecador desamparado y desesperanzado llega a ser participante de la naturaleza divina, habiendo escapado de la corrupción que hay en el mundo por causa de la concupiscencia. Cristo le imputa su perfección y su justicia al pecador creyente cuando no sigue pecando, sino que se aparta de la transgresión para obedecer los mandamientos (The Review and Herald, 23 de Mayo de 1899).
El único que pudo aproximarse con esperanza al Altísimo en la humanidad fue el unigénito Hijo de Dios. Para que los seres humanos pecadores y arrepentidos pudieran ser recibidos por el Padre y ser revestidos del manto de justicia, Cristo vino a la tierra, e hizo una ofrenda de tal valor que redimió a la especie. Por medio del sacrificio hecho en el Calvario se les ofrece a todos la santificación de la gracia (Carta 67, 1902).
Sólo por medio de la fe en Cristo los pecadores pueden poseer la justicia que se les imputa, para que sean hechos “justicia de Dios en él”. Nuestros pecados fueron depositados sobre Cristo, castigados en Cristo, eliminados por Cristo, a fin de que su justicia nos fuera imputada, a los que no andamos conforme a la carne sino conforme al Espíritu. Aunque el pecado se cargó en su cuenta por cansa de nosotros, él se mantuvo en una condición de perfecta impecabilidad (The Signs of the Times, 30 de Mayo de 1895).
El Señor hizo un sacrificio pleno y completo en la cruz, la cruz de la vergüenza, para que los hombres pudieran ser completos mediante el grande y precioso don de su justicia. Tenemos la promesa de Dios de que él unirá íntimamente a los hombres a su gran corazón de amor infinito, con los vínculos del nuevo pacto de la gracia. Todos los que abandonen su esperanza de pagar por su salvación, o de ganarla, y acudan a Jesús tales como son, indignos, pecaminosos, y caigan ante sus méritos, aferrándose durante su plegaria de la palabra empeñada por Dios de perdonar al transgresor de su ley, confesando sus pecados, y en procura de perdón, encontrarán plena y gratuita salvación (Carta 148, 1897).
XI. El precio de la redención se pagó totalmente en el Calvario
El rescate pagado por Cristo: la expiación en la cruz, siempre está delante de ellos (5T: 190).
En la cruz del Calvario pagó el precio de la redención de la especie. Y así obtuvo el derecho de rescatar a los cautivos de las garras del gran engañador, quien mediante una mentira tejida contra del gobierno de Dios, produjo la caída del hombre, el que por esa razón destruyó toda posibilidad de ser considerado un leal súbdito del reino de Dios.
Satanás rehusó dejar salir a sus cautivos. Los mantuvo como súbditos suyos porque creían en su mentira. Así se convirtió en su carcelero. Pero no tenía derecho a pedir que se pagara un precio por ellos, porque no había obtenido su posesión por medio de un triunfo legítimo, sino mediante el engaño.
Dios, que era el Acreedor, tenía derecho de hacer cualquier provisión para la redención de los seres humanos. La justicia requería que se pagara un determinado rescate. El Hijo de Dios era el único que podía pagar ese precio. Se ofreció voluntariamente para venir a esta tierra a recorrer el terreno donde Adán cayó. Vino como el Redentor de la especie perdida, para vencer al astuto enemigo, y por su perseverante adhesión a lo recto salvar a todos los que lo aceptaran como su Salvador (Carta 20, 1903).
Sólo Cristo podía llevar el mensaje de la liberación del hombre. Vino con un rescate pleno y completo. Vino para poner al alcance de la especie caída la vida y la inmortalidad. Como el Dador de la vida, asumió nuestra naturaleza, para poder revelar el carácter de Dios, y estampar su imagen en todos los que lo quisieran recibir. Se hizo hombre para que por medio de su sacrificio infinito Dios pudiera recibir el homenaje de la especie restaurada... La ciencia de la salvación es tan alta como el cielo, y su valor es infinito. Esta verdad es tan vasta, tan profunda, tan elevada, que al lado de ella toda la sabiduría de los hombres más sabios de la tierra se hunde en la insignificancia. Al compararla con el conocimiento de Dios, todo el conocimiento humano es como tamo. Y sólo Dios puede dar a conocer el camino de la salvación (Manuscrito 69, 1897).
Todo lo que Dios y Cristo podían hacer ha sido hecho para salvar a los pecadores. La transgresión puso a todo el mundo en tela de juicio, bajo la sentencia de muerte. Pero en el cielo se oyó una voz que dijo: “He encontrado un rescate”. Jesucristo, que no conocía pecado, fue hecho pecado por el hombre caído. “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”. Cristo se dio a sí mismo como rescate. Depuso su manto real. Dejó a un lado su corona de rey, y descendió de su elevado puesto de Comandante de todo el cielo, para revestir su divinidad de humanidad, a fin de poder llevar todas las debilidades y soportar todas las tentaciones de la humanidad (Carta 22, 1900).
XII. La justicia y la misericordia se amalgaman en la cruz
La Justicia y la Misericordia estaban apartadas, opuestas la una a la otra, separadas por un ancho abismo. El Señor nuestro Redentor revistió su divinidad de humanidad, y desarrolló en beneficio del hombre un carácter sin mancha ni arruga. Plantó su cruz a mitad de camino entre el cielo y la tierra, e hizo de ella un objeto de atracción para ambos extremos, de modo que atrajo la Justicia y la Misericordia por encima del abismo. La justicia avanzó desde su exaltado trono, y con todos los ejércitos del cielo se aproximó a la cruz. Allí vio a Alguien igual a Dios que estaba sufriendo el castigo por todas las injusticias del pecado. Con perfecta satisfacción la justicia se inclinó en reverencia ante la cruz, diciendo: “Es suficiente” (General Conference Bulletin [Boletín de la Asociación General], cuarto trimestre, 1899, t. 3, pág. 102).
La muerte de Cristo demostró que la administración y el gobierno de Dios no tenían falla. La pretensión satánica con respecto a las características discrepantes de la justicia y la misericordia quedó sin la menor duda zanjada para siempre. Toda voz del cielo y de fuera del cielo dará testimonio un día acerca de la justicia, la misericordia y los exaltados atributos de Dios. A fin de que el universo celestial pudiera ver las condiciones del pacto de redención, Cristo sufrió el castigo en lugar de la especie humana (Manuscrito 128, 1897).
El propósito [de Cristo] era reconciliar los atributos de la justicia y la misericordia, de modo que se mantuvieran separadas en sus respectivas dignidades, pero unidas. Su misericordia no era debilidad, sino un terrible poder para castigar el pecado por ser pecado; y sin embargo un poder para atraer a ella el amor de la humanidad. Por medio de Cristo la justicia está capacitada para perdonar sin sacrificar una jota de su exaltada santidad (General Conference Bulletin, cuarto trimestre, 1899, t. 3, pág. 102).
La justicia demanda que el pecado no sea meramente perdonado, sino que debe ejecutarse la pena de muerte. Dios, en la dádiva de su Hijo unigénito, cumplió esos dos requerimientos. Al morir en lugar del hombre, Cristo agotó el castigo y proporcionó el perdón (1MS: 399).
Dios inclinó la cabeza satisfecho. Ahora la justicia y la misericordia se podían amalgamar. Ahora él podía ser justo y al mismo tiempo ser el justificador de todos los que creyeran en Cristo. El [Dios] contempló la víctima que expiraba en la cruz, y dijo: “Consumado es. La especie humana tendrá otra oportunidad”. Se había pagado el precio de la redención, y Satanás descendió como un rayo caído del cielo (Youth's Instructor, 21 de Junio de 1900).
El Hijo unigénito de Dios tomó sobre sí la naturaleza del hombre, y plantó su cruz entre el cielo y la tierra. Por medio de la cruz el hombre es atraído hacia Dios, y Dios hacia el hombre. La justicia se separó de su elevada y terrible posición, y las huestes celestiales, los ejércitos de la santidad, se acercaron a la cruz, inclinándose con reverencia; porque en la cruz la justicia recibió satisfacción. Por medio de la cruz se saca al pecador del fuerte del pecado, de la confederación del mal, y cada vez que se aproxima más y más a la cruz, su corazón se conmueve, y exclama con Penitente clamor: “¡Mi pecado crucificó al Hijo de Dios!” Deja sus pecados en la cruz, y por la gracia de Cristo su carácter se transforma. El Redentor eleva al pecador desde el polvo, y lo pone bajo la conducción del Espíritu Santo (The Signs of the Times, 5 de Junio de 1893).
XIII. La expiación vindica el carácter inmutable de la ley
La cruz le habla a las huestes del cielo, a los mundos no caídos y al mundo caído, para darles a conocer el valor que le ha dado al hombre, y el gran amor con que nos ha amado. Da testimonio ante el mundo, los ángeles y los hombres acerca del carácter inmutable de la ley divina. La muerte del Hijo unigénito de Dios en la cruz en lugar del pecador, es un argumento incontestable del carácter de la ley de Jehová (The Review and Herald, 23 de Mayo de 1899).
La cruz de Cristo da testimonio ante el pecador de que no se cambió la ley para adaptarla al pecador y sus pecados, sino que Cristo se ofreció a sí mismo para que el transgresor de la ley pudiera tener oportunidad de arrepentirse. Así como Cristo llevó los pecados de cada transgresor, así el pecador que no quiere creer que Cristo es su Salvador personal, que rechaza la luz que le llega, y rehusa respetar y obedecer los mandamientos de Dios, recibirá el castigo de su transgresión (Manuscrito 133, 1897).
La muerte de Cristo debía ser el convincente y eterno argumento de que la ley de Dios es tan inmutable como su trono. La agonía del jardín del Getsemaní, los insultos, las burlas, los maltratos amontonados sobre el amado Hijo de Dios, los horrores y la ignominia de la crucifixión, proporcionan suficientes e impresionantes demostraciones de que la justicia de Dios, cuando castiga, hace una obra completa. El hecho de que su propio Hijo, la Garantía del hombre, no fue exento, es un argumento que perdurará por toda la eternidad delante de santos y pecadores, delante del universo de Dios, para dar testimonio de que no excusará al transgresor de su ley (Manuscrito 58, 1897).
Satanás continúa en la tierra la obra que comenzó en el cielo. Induce a los hombres a desobedecer los mandamientos de Dios. El claro “Así dice Jehová” se pone a un lado para reemplazarlo por el “Así dice el hombre”. Todo el mundo necesita recibir instrucción en los oráculos de Dios, para comprender el propósito de la expiación, de la unión con Dios. El propósito de la expiación era que se conservaran la ley y el gobierno divinos. Se perdona al pecador por medio del arrepentimiento para con Dios y la fe en nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Hay perdón para el pecado, y a pesar de ello la ley de Dios permanece tan inmutable y eterna como su trono. No existe nada que se le parezca al debilitamiento o el fortalecimiento de la ley de Jehová. Como siempre ha sido, así sigue siendo. No se la puede rechazar ni modificar en un solo punto. Es tan eterna e inmutable como Dios mismo (Manuscrito 163, 1897).
Satanás trató de esconder del mundo el gran sacrificio expiatorio que revela la ley en toda su sagrada dignidad, e impresiona los corazones con la fuerza de la vigencia de sus requisitos. Estaba luchando en contra de la obra de Cristo, y unió a todos sus ángeles y sus instrumentos humanos para oponerse a esa obra. Pero mientras él llevaba a cabo esa tarea, las inteligencias celestiales se estaban combinando con instrumentos humanos en la obra de restauración. La cruz se yergue como el gran centro del mundo, para dar un testimonio certero de que la cruz de Cristo será la condenación de cada transgresor de la ley de Dios. Aquí están los dos grandes poderes, el poder de la verdad y la justicia, y la obra de Satanás para anular la ley de Dios. (Manuscrito 61, 1899).
La muerte de Cristo elimina todo argumento que Satanás podría esgrimir en contra de los preceptos de Jehová. Satanás ha declarado que el hombre no puede entrar en el reino de los cielos a menos que la ley sea abolida, y se descubra una manera por medio de la cual los transgresores puedan ser restablecidos en el favor de Dios, y ser hechos así herederos del cielo. Sugirió la idea de que la ley de Dios debía ser modificada, para que se aflojaran las riendas del cielo, de modo que se tolerara el pecado, y se compadeciera a los pecadores y se los salvara en sus pecados. Pero todas esas pretensiones fueron puestas a un costado cuando Cristo murió como sustituto del pecador (The Signs of the Times, 21 de Mayo, de 1912).
XIV. La expiación es consecuencia del amor de Dios
La expiación de Cristo no se llevó a cabo para inducir a Dios a amar a los que de otra manera habría odiado; ni tampoco para producir un amor que no existía; sino que se la llevó a cabo como una manifestación del amor que ya existía en el corazón de Dios, un exponente del favor divino a la vista de los mundos no caídos y de una especie caída... No debemos albergar la idea de que Dios nos ama porque Cristo murió por nosotros, sino que nos amó de tal manera que dio a su Hijo unigénito para que muriera por nosotros (The Signs of the Times, 30 de Mayo de 1893).
Cada vez que el Salvador sea levantado delante de su pueblo, éste verá su humillación, su abnegación, su sacrificio, su bondad, su tierna compasión y sus sufrimientos por la raza caída, y comprenderá que la expiación de Cristo no fue la causa del amor de Dios, sino el resultado de ese amor. Jesús murió porque Dios amaba al mundo (The Review and Herald, 2 de Septiembre de 1890).
El Padre nos ama, no por causa de la gran propiciación; al contrario, proveyó la propiciación porque nos ama. Cristo fue el medio por el cual él pudo derramar su amor infinito sobre un mundo caído. “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo”. Dios sufrió con su Hijo la agonía del Getsemaní y la muerte en el Calvario; el corazón de Amor Infinito pagó el precio de nuestra redención (The Home Missionary [El misionero local], Abril de 1893).
XV. La expiación provista supera la necesidad humana
La justicia requería el sufrimiento del hombre. Cristo, que es igual a Dios, proveyó los sufrimientos de Dios. El no necesitaba expiación. Sus sufrimientos no eran consecuencia de ningún pecado cometido por él; fue por el hombre, por todo hombre; y su amplio perdón está al alcance de todos. El sufrimiento de Cristo fue proporcional al carácter inmaculado de su naturaleza; la profundidad de su agonía fue proporcional a la dignidad y la grandeza de su carácter. Nunca podremos comprender la intensa angustia del inmaculado Cordero de Dios, hasta que comprendamos cuán profundo es el pozo del que hemos sido rescatados, cuán horrendo es el pecado del que se ha hecho culpable la humanidad, y hasta que por la fe nos aferremos del perdón pleno y completo que se nos ofrece (The Review and Herald, 21 de Septiembre de 1886).
El divino Hijo de Dios era el único sacrificio de suficiente valor como para satisfacer plenamente los requerimientos de la perfecta ley de Dios. Los ángeles eran sin pecado, pero su valor era inferior al de la ley de Dios. Estaban sometidos a ella. Eran mensajeros destinados a cumplir la voluntad de Cristo, y a inclinarse ante él. Eran seres creados, sometidos a prueba. En cambio, para Cristo no había requisitos. Tenía poder para dar su vida y para volverla a tomar. No tenía obligación alguna de llevar a cabo la obra de la expiación. El sacrificio que hizo era voluntario. Su vida era de suficiente valor como para rescatar al hombre de su condición caída (Ibíd., 17 de Diciembre de 1872).
La obra del amado Hijo de Dios de intentar vincular lo creado con el Increado, lo finito con el Infinito, en su propia Persona divina, es un tema en cuya meditación haríamos muy bien si le dedicáramos a ello la vida entera. Esta obra de Cristo tenía por fin confirmar a los habitantes de los otros mundos en su inocencia y lealtad, y salvar a los perdidos de este mundo, destinados a perecer. Abrió una vía para que los desobedientes volvieran a ser leales a Dios, y al mismo tiempo puso una valla en torno de los que ya eran puros, para que no se contaminaran (Ibíd., 11 de Enero de 1881).
XVI. Los sacrificios típicos prefiguraban al Cordero de Dios
Los sacrificios y el sacerdocio del sistema judío se instituyeron para representar la muerte y la obra mediadora de Cristo. Todas esas ceremonias sólo tenían significado y virtud al estar relacionadas con Cristo, que era el Fundamento y el Creador de todo el sistema. El Señor dio a Adán, Abel, Set, Enoc, Noé, Abrahán, y a los demás héroes de la antigüedad, especialmente a Moisés, que el sistema de sacrificios y ceremonias, y el sacerdocio, no eran suficientes por sí mismos para lograr la salvación de una sola alma.
El sistema de sacrificios y ofrendas señalaba a Cristo. Por medio de ellos los héroes de la antigüedad vieron a Cristo y creyeron en él (Ibíd., 17 de Diciembre de 1872).
Cristo, en consejo con su Padre, instituyó el sistema de sacrificios y ofrendas; de modo que la muerte, en lugar de recaer inmediatamente sobre el transgresor, se transfería a una víctima que prefiguraba la ofrecida grande y perfecta del Hijo de Dios.
Los pecados de la gente se transferían en figura al sacerdote oficiante, que era el mediador del pueblo. El sacerdote mismo no podía ser ofrenda por el pecado, ni expiarlo por medio de su vida, porque él también era pecador. Por eso, en lugar de sufrir la muerte él mismo, mataba a un cordero sin mancha; el castigo del pecado se transfería al inocente animal que de esta manera se convertía en un sustituto inmediato, y tipificaba la perfecta ofrenda de Jesucristo. Por medio de la sangre de esta víctima, el hombre veía por fe la sangre de Cristo que expiaría el pecado del mundo (Ibíd., 14 de Marzo de 1878).
La gran verdad que debía presentarse a los hombres, y que debía imprimirse en la mente y en el corazón era ésta: “Sin derramamiento de sangre no se hace remisión”. Mediante cada sacrificio sangrante se tipificaba al “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Cristo mismo fue el originador del sistema judío de culto, en el cual mediante tipos y símbolos se representaban realidades espirituales y celestiales. Muchos olvidaron el verdadero significado de esas ofrendas, y perdieron totalmente de vista la gran verdad de que sólo por medio de Cristo hay perdón del pecado. El incremento de los sacrificios, la sangre de los becerros y los carneros, no podían eliminar el pecado (Ibíd., 2 de Enero de 1893).
La gran lección implícita en el sacrificio y la sangre de cada víctima, presente en cada ceremonia, inculcada por Dios mismo, era que sólo por medio de la sangre de Cristo puede haber perdón de pecados; no obstante, cuántos llevan un pesado yugo, y cuán pocos reciben la fuerza de esta verdad y obran personalmente en consecuencia, y obtienen las bendiciones que podrían ser suyas por medio de una fe perfecta en la sangre del Cordero, al comprender que sólo por medio de él hay perdón de pecados, y al creer que si se arrepienten él los perdona, no importa si sus pecados son grandes o chicos. ¡Oh, qué bendito Salvador! (Carta 12, 1892).
“Por la fe Abel ofreció a Dios mayor sacrificio que Caín” (Heb. 11: 4)... En la sangre derramada contempló el futuro sacrificio, a Cristo muriendo en la cruz del Calvario; y al confiar en la expiación que iba a realizarse allí, obtuvo testimonio de que era justo, y de que su ofrenda había sido aceptada (PP: 59-60).
XVII. La cruz le infirió a Satanás una herida de muerte
El [Cristo] murió en la cruz para darle a Satanás un golpe mortal, y para hacer desaparecer el pecado de cada alma creyente (Manuscrito 61, 1903).
¿Qué derecho tenía Cristo de arrebatar a los cautivos de las manos del enemigo? El derecho derivado de que había hecho un sacrificio que satisfacía los principios de justicia de acuerdo con los cuales se gobierna el reino de los cielos. Vino a esta tierra como Redentor de la raza caída, para derrotar al astuto enemigo, y por medio de su persistente lealtad a lo recto salvar a todos los que lo aceptan como su Salvador. En la cruz del Calvario pagó el precio de la redención de la especie. Y así obtuvo el derecho de arrebatar a los cautivos de las garras del gran engañador, quien, por medio de una mentira urdida contra el gobierno de Dios, consiguió la caída del hombre, y así éste anuló toda pretensión de que se lo considerara un súbdito leal del glorioso reino eterno de Dios (The Signs of the Times, 30 de Septiembre de 1903).
En la cruz, Cristo no sólo mueve a los hombres al arrepentimiento hacia Dios por la transgresión de la ley divina (pues aquel a quien Dios perdona hace primero que se arrepienta), sino que Cristo ha satisfecho la Justicia. Se ha ofrecido a sí mismo como expiación. Su sangre borbotante, su cuerpo quebrantado, satisfacen las demandas de la ley violada y así salva el abismo que ha hecho el pecado. Sufrió en la carne para que con su cuerpo magullado y quebrantado pudiera cubrir al pecador indefenso. La victoria que ganó con su muerte en el Calvario destruyó para siempre el poder acusador de Satanás sobre el universo y silenció sus acusaciones de que la abnegación era imposible en Dios y, por lo tanto, no era esencial en la familia humana (1MS: 400- 401).
[Cristo] plantó su cruz a mitad de camino entre el cielo y la tierra, para combatir y vencer los poderes de las tinieblas. Dio su vida por la de los pecadores, y Satanás, el príncipe del mundo, fue arrojado fuera (Manuscrito 44, 1901).
Pronto habría de ofrecerse el gran Sacrificio al cual señalaba todas las ofrendas judías. Cuando tenía la cruz ante sí, el Salvador pronunció esta sublime predicción: “Ahora el príncipe e este mundo será echado fuera. Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo”. Vio que el gran apóstata, que había sido arrojado del cielo, era el poder central en la tierra. Al contemplar el trono de Satanás, descubrió que se encontraba donde debería haber estado el de Dios. Vio que todos los hombres adoraban al apóstata, que los inspiraba en su rebelión. Los habitantes de este mundo se habían postrado a los pies de Satanás. Cristo declaró: “Donde se encuentra el trono de Satanás, allí estará mi cruz, el instrumento de la humillación y el sufrimiento” (Manuscrito 165, 1899).
Cristo fue crucificado, pero surgió de la tumba con gloria y poder maravillosos. Tomó en su puño el mundo sobre el cual Satanás pretendía presidir, y restauró a la familia humana al favor de Dios. Y al completar gloriosamente su obra, el eco de los himnos de triunfo se repitió una y otra vez en el ámbito de los mundos no caídos. Los ángeles y los arcángeles, los querubines y los serafines se unieron al coro de victoria (The Youth's Instructor, 16 de Abril de 1903).
XVIII. La expiación jamás se volverá a repetir
La muerte de Cristo en la cruz aseguró la destrucción del que tenía poder sobre la muerte, el originador del pecado. Cuando Satanás sea destruido, no habrá nadie más que tiente a alguien a cometer algo malo; no habrá necesidad de repetir nunca más la expiación; y no habrá peligro de que se produzca otra rebelión en el universo de Dios. Lo único que puede restringir efectivamente el pecado en este mundo de tinieblas, impedirá que éste surja en el cielo. El significado de la muerte de Cristo será percibido por los santos y los ángeles. Los hombres caído no podrían tener un hogar en el paraíso de Dios sin el Cordero inmolado desde la fundación del mundo. ¿Cómo no exaltar, entonces, la cruz de Cristo? (The Signs of the Times, 30 Diciembre de 1889).
Segunda Parte - La Aplicación Sumosacerdotal de la Expiación.
I. Aplica los beneficios de un sacrificio expiatorio completo
Estos son nuestros temas: Cristo crucificado por nuestros pecados, Cristo resucitado de los muertos, Cristo nuestro intercesor ante Dios; y estrechamente relacionada con estos asuntos se halla la obra del Espíritu Santo (Ev: 140).
El gran Sacrificio había sido ofrecido y aceptado, y el Espíritu Santo que descendió en el día de Pentecostés dirigió la atención de los discípulos desde el santuario terrenal al celestial, donde Jesús había entrado con su propia sangre, para derramar sobre sus discípulos los beneficios de su expiación (PE: 259-260).
Nuestro Salvador está en el santuario intercediendo en favor de nosotros. Es nuestro Sumo Sacerdote intercesor, que hace un sacrificio expiatorio por nosotros, al presentar en favor de nosotros la eficacia de su sangre (Fundamentos de la Educación Cristiana: 370).
Todos los que rompan con la esclavitud y el servicio de Satanás, y estén dispuestos a permanecer bajo el estandarte manchado de sangre del Príncipe Emanuel, serán protegidos por la intercesión de Cristo. El, nuestro Mediador, sentado a la diestra del Padre, siempre nos tiene al alcance de su vista, porque es tan necesario que nos proteja mediante su intercesión como que nos redima mediante su sangre. Si nos soltara por un solo instante, Satanás estaría allí listo para destruirnos. A los que adquirió por su sangre, los protege mediante su intercesión (Manuscrito 73,1893).
Gracias a Dios que quien derramó su sangre por nosotros vive para rogar en nuestro favor, para hacer intercesión por cada alma que lo recibe... Siempre deberíamos recordar la eficacia de la sangre de Jesús. La sangre purificadora y sustentadora de la vida, aceptada mediante fe viviente, es nuestra esperanza. Nuestro aprecio por su inestimable valor debiera crecer, porque habla en favor nuestro sólo cuando clamamos por fe su virtud, si tenemos la conciencia limpia y estamos en paz con Dios.
Se la representa como la sangre perdonadora, inseparablemente relacionada con la resurrección y la vida de nuestro Redentor, ilustrada por la corriente ininterrumpida que procede del trono de Dios, el agua del río de la vida (HHD: 228).
Cristo murió para hacer un sacrificio expiatorio por nuestros pecados. Como nuestro Sumo Sacerdote intercede por nosotros a la diestra del Padre. Mediante el sacrificio de su vida consiguió redención para nosotros. Su expiación es efectiva para todos los que estén dispuestos a humillarse, y reciben a Cristo como su ejemplo en todo. Si el Salvador no hubiera dado su vida en propiciación por nuestros pecados, toda la familia humana habría perecido; no habría tenido derecho al cielo. Por medio de su intercesión nosotros, por la fe, el arrepentimiento y la conversión, podemos llegar a ser participantes de la naturaleza divina, habiendo huido de la corrupción que hay en el mundo a causa de la concupiscencia (Manuscrito 29, 1906).
Esta oración [la de Juan 17] es una lección acerca de la intercesión que el Salvador llevaría a cabo dentro del velo, cuando se hubiera completado su gran sacrificio en favor de los hombres: la ofrenda de sí mismo. Nuestro Mediador dio a sus discípulos esta ilustración de su ministerio en el santuario celestial en favor de todos los que vengan a él con mansedumbre y humildad, despojados de todo egoísmo y creyendo en el poder de Cristo para salvar (5CBA: 1119).
II. La intercesión aplica y completa la transacción efectuada en la cruz
La intercesión de Cristo por el hombre en el santuario celestial es tan esencial para el plan de la salvación como lo fue su muerte en la cruz. Con su muerte dio principio a aquella obra para cuya conclusión ascendió al cielo después de su resurrección. Por la fe debemos entrar velo adentro, “donde entró por nosotros como precursor Jesús” (Heb. 6: 20). Allí se refleja la luz de la cruz del Calvario; y allí podemos obtener una comprensión más clara de los misterios de la redención (CS: 543).
Las palabras de Cristo en la ladera de la montaña eran el anuncio de que su sacrificio en favor de los hombres era total y completo. Las condiciones de la expiación se habían cumplido; se había llevado a cabo la obra para la cual había venido a este mundo. Había conseguido el reino. Se lo había arrebatado a Satanás y ahora era el heredero de todo. Estaba en camino hacia el trono de Dios, para ser honrado por los ángeles, los principados y las potestades. Había iniciado su obra de mediación. Revestido de autoridad ilimitada, le dio su comisión a los discípulos: “Por lo tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Manuscrito 138, 1897).
Gracias a Dios que quien derramó su sangre por nosotros vive para rogar en nuestro favor, para hacer intercesión por cada alma que lo recibe. “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad”. La sangre de Jesucristo nos limpia de todo pecado. Dice mejores cosas que la sangre de Abel, porque Cristo vive siempre para interceder por nosotros. Siempre debemos tener presente la eficacia de la sangre de Jesús (Hijos e hijas de Dios, p. 228).
Jesús está de pie ante el Padre, ofreciendo continuamente un sacrificio por los pecados del mundo. Es el ministro del verdadero tabernáculo, que Dios levantó y no el hombre. Las ofrendas típicas del tabernáculo judío ya no poseen ninguna virtud. Ya no se necesita una expiación diaria ni anual. Pero en vista de que se están cometiendo pecados permanentemente, es esencial el sacrificio expiatorio del Mediador celestial. Jesús, nuestro gran Sumo Sacerdote, oficia por nosotros en la presencia de Dios, y ofrece en favor de nosotros su sangre derramada (The Youth's Instructor, 16 de Abril de 1903).
Gracias a su vida inmaculada, su obediencia y su muerte en la cruz del Calvario, Cristo intercedió por la raza perdida. Y ahora, el Capitán de nuestra salvación no intercede por nosotros como un mero suplicante, sino como un vencedor que reclama su victoria. Su ofrenda es una ofrenda completa, y mientras nuestro Intercesor lleva a cabo la tarea que se ha impuesto, sostiene ante Dios el incensario que contiene sus propios méritos inmaculados y las oraciones, confesiones y acciones de gracia de su pueblo. Perfumadas con la fragancia de su justicia, ascienden a Dios en olor suave. La ofrenda es plenamente aceptable, y el perdón cubre toda transgresión. Para el verdadero creyente Cristo es ciertamente el ministro del santuario, que oficia por él allí, y que habla por medio de los instrumentos señalados por Dios (The Signs of the Times, 14 de Febrero de 1900).
En los atrios celestiales Cristo intercede por su iglesia, por aquellos en cuyo favor pagó el precio de la redención con su sangre. Los siglos y las edades no podrán disminuir la eficacia de su sacrificio expiatorio. Ni la vida ni la muerte, ni lo alto ni lo bajo, pueden separamos del amor de Dios que es en Cristo Jesús; no porque nosotros estemos tan firmemente asidos de él, sino porque él nos sostiene fuertemente (HAp: 456).
Jesús es nuestro gran Sumo Sacerdote en los cielos. ¿Y qué está haciendo? Esta efectuando una obra de intercesión y expiación en favor de sus hijos que creen en él (TM: 37).
Nos acercamos a Dios a través de Jesucristo, el Mediador, la única manera por cuyo medio se consigue el perdón de los pecados. Dios no puede perdonar los pecados a costa de su justicia, su santidad y su verdad. Pero perdona los pecados y lo hace plenamente. No hay pecados que no quiera perdonar en el Señor Jesucristo y por medio de él. Esta es la única esperanza del pecador, y si descansa en esto con fe sincera, puede estar seguro cae que será plena y ampliamente perdonado. Hay un solo canal que es accesible a todos, y por medio de él se encuentra al alcance del alma penitente y contrita un perdón rico y abundante, y hasta para los pecados más tenebrosos.
Estas lecciones se las enseñaron al pueblo elegido de Dios hace miles de años; se las repitió mediante símbolos y figuras para que la obra de esta verdad se pudiera remachar en cada corazón: Sin derramamiento de sangre no hay remisión de pecados (Carta 12,1892).
Cristo murió por nosotros, y al recibir su perfección, tenemos derecho al cielo. Les da la facultad de llegar a ser hijos de Dios a todos los que creen en él. Así como el vive, nosotros también viviremos. Es nuestro Abogado ante el tribunal de lo alto. Esta es nuestra única esperanza (Manuscrito 29, 1906).
Al ofrecer su propia vida, Cristo se ha hecho responsable de todo hombre y toda mujer de la tierra. Está de pie en la presencia de Dios y dice: “Padre, yo asumo la culpa de esta alma. Morirá si la dejo cargar con ella. Si se arrepiente, será perdonada. Mi sangre la limpiará de todo pecado. “Yo di mi vida por los pecados del mundo”.
Si el transgresor de la ley de Dios está dispuesto a ver en Cristo su sacrificio expiatorio, si cree en el que es capaz de limpiar de toda injusticia, Cristo no habrá muerto en vano para él (The Review and Herald, 27 de Febrero de 1900).
“Por lo cual debía ser en todo semejante a sus hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote en lo que a Dios se refiere [nótense las palabras], para expiar los pecados del pueblo”. El pecador arrepentido debe creer que Cristo es su Salvador personal, Es su única esperanza. Puede recurrir a la sangre de Cristo para presentar a Dios, como propios, los méritos del Salvador crucificado y resucitado. De ese modo, mediante la ofrenda de sí mismo hecha por Cristo, el inocente en lugar del culpable, se remueven todos los obstáculos y el amor perdonador de Dios puede fluir en ricos raudales de misericordia en favor del hombre caído (CDD: 36).
Cuando reconocemos delante de Dios que apreciamos los méritos de Cristo, se le añade fragancia a nuestras intercesiones. ¡Oh, quién puede valorar esta gran misericordia y este gran amor! Cuando nos acercamos a Dios por medio de la virtud de los méritos de Cristo, somos cubiertos con sus vestiduras sacerdotales. Nos ubica muy cerca, a su lado; nos rodea con su brazo humano, y al mismo tiempo se aferra del trono del Infinito con su brazo divino. Pone sus méritos, como suave incienso, en un incensario que coloca en sus manos, para animarlos a elevar sus peticiones. Les promete escuchar y contestar sus súplicas (Carta 22, 1898).
Hoy él [Cristo] está haciendo expiación por nosotros ante el Padre. “Si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo”. Al señalar las palmas de sus manos perforadas por la locura y el prejuicio de los hombres impíos, nos dice: “En las palmas de las manos te tengo esculpida” (Isa. 49: 16). El Padre se inclina en señal de que acepta el precio pagado por la humanidad, y los ángeles se aproximan con reverencia a la cruz del Calvario. ¡Qué sacrificio es éste! ¡Quién podrá penetrar en él! Al hombre le tomará toda la eternidad entender el plan de redención. Se le revelará línea sobre línea, un poquito aquí y un poquito allá (Manuscrito 21, 1895).
III. El ministerio de Cristo en el santuario celestial
Estamos en el gran día de la expiación, y la sagrada obra de Cristo en favor del pueblo de Dios que se está llevando a cabo ahora [1882] en el santuario celestial, debería ser motivo de nuestro constante estudio (5T: 520).
¡Oh, si todos pudieran considerar a nuestro precioso Salvador según lo que es: un Salvador! Permitamos que su mano descorra el velo que oculta su gloria de nuestra vista. Lo muestra en un lugar elevado y santo. ¿Qué vemos? A nuestro Salvador, no en un ambiente silencioso e inactivo. Está rodeado de inteligencias celestiales: querubines y serafines, y ángeles por decenas y más decenas de millares. Todos estos seres celestiales tienen un propósito que está por encima de todos los demás, en el cual tienen un profundo interés: la iglesia en medio de un mundo corrompido (Carta 89 c, 1897).
El está en su lugar santo, no en un ambiente solitario y grandioso, sino rodeado de decenas y más decenas de miles de seres celestiales, que aguardan las órdenes del Maestro. Y él les manda que vayan a trabajar en favor del santo más débil que pone su confianza en Dios. Se provee el mismo auxilio tanto para el encumbrado como para el humilde, tanto para el rico como para el pobre (Carta 134, 1899).
No coloquéis vuestra influencia contra los mandamientos de Dios. Esa ley es tal como Jehová la escribió en el templo del cielo. El hombre puede hollar su copia terrenal, pero el original se conserva en el arca de Dios en el cielo; y sobre la cubierta de esa arca, precisamente encima de esa ley, está el propiciatorio. Jesús está allí mismo, delante de esa arca, para mediar por el hombre (1CBA: 1123).
Todos debemos tener presente el tema del santuario. No permita Dios que el cúmulo de palabras que procede de los labios humanos disminuya la fe de nuestro pueblo en la verdad de que hay un santuario en el cielo, y que una copia de ese santuario se edificó una vez en esta tierra. Dios desea que su pueblo se familiarice con esta copia, teniendo siempre presente el santuario celestial, donde Dios es todo y está en todo (Carta 233, 1904).
Jesús es nuestro Abogado, nuestro Sumo Sacerdote, nuestro Intercesor. Nuestra situación es similar a la de los israelitas en el día de la expiación. Cuando el Sumo Sacerdote entraba en el lugar santísimo, representación del lugar donde nuestro Sumo Sacerdote está intercediendo ahora, y rociaba la sangre expiatoria sobre el propiciatorio, afuera no se ofrecían sacrificios expiatorios: Mientras el sacerdote intercedía ante Dios, todo corazón debía inclinarse contrito, para suplicar el perdón de la transgresión (The Signs of the Times, 28 de Junio de 1899).
IV. La segunda fase del sacerdocio implica el juicio
Cumplió una fase de su sacerdocio al morir en la cruz por la raza caída. Ahora está cumpliendo otra fase al defender delante del Padre el caso del pecador arrepentido y creyente, y al presentar ante Dios las ofrendas de su pueblo. Por haber tomado naturaleza humana y por haber vencido en esa naturaleza las tentaciones del enemigo, y considerando que tiene perfección divina, se le ha encargado el juicio del mundo. El caso de cada cual le será presentado para que lo revise. El pronunciará la sentencia, y le dará a cada hombre lo que corresponda a sus obras (Manuscrito 42, 1901).
V. Perpetua intercesión
El incienso, que ascendía con las oraciones de Israel, representaba los méritos y la intercesión de Cristo, su perfecta justicia, la cual por medio de la fe es acreditada a su pueblo, y es lo único que puede hacer el culto de los seres humanos aceptable a Dios. Delante del velo del lugar santísimo, había un altar de intercesión perpetua; y delante del lugar santo, un altar de expiación continua. Había que acercarse a Dios mediante la sangre y el incienso, pues estas cosas simbolizaban al gran Mediador, por medio de quien los pecadores pueden acercarse a Jehová, y por cuya intervención tan sólo puede otorgarse misericordia y salvación al alma arrepentida y creyente (PP: 366).
Mediante el servicio del sacerdocio judío se nos recuerda continuamente el sacrificio y la intercesión de Cristo. Todos los que acuden a Cristo hoy deben recordar que sus méritos son el incienso que se mezcla con las oraciones de los que se arrepienten de sus pecados, y reciben perdón y misericordia y gracia. Nuestra necesidad de la intercesión de Cristo es constante (Manuscrito 14, 1901).
VI. Cristo es a la vez Mediador y Juez
Cristo está al tanto, por experiencia personal, del conflicto que desde la caída de Adán ha estado en permanente actividad. Cuán apropiado es, entonces, que él sea el Juez. A Jesús, el Hijo del hombre, se le ha encargado todo lo atinente al juicio. Hay un solo Mediador entre Dios y el hombre. Sólo por medio de él podemos entrar en el reino de los cielos. El es el Camino, la Verdad y la Vida. Sus sentencias son inapelables. El es la Roca de la eternidad, una roca hendida a propósito para que toda alma 481 probada y tentada pueda encontrar un lugar seguro donde esconderse (The Review and Herald, 12 de Marzo de 1901).
“El Padre a nadie juzga, sino que todo el juicio dio al Hijo”. “También le ha dado autoridad de ejecutar juicio, porque es el Hijo del hombre”. En su añadida humanidad encontramos la razón del nombramiento de Cristo. Dios le ha encargado al Hijo todo lo atinente al juicio, porque sin duda alguna él es Dios manifestado en carne.
Dios decidió que el Príncipe de los sufrientes en la humanidad fuera el Juez de todo el mundo. El que descendió de los atrios celestiales para salvar al hombre de la muerte eterna; el despreciado y rechazado por los hombres, sobre quien apilaron todo el desprecio de que son capaces los seres humanos inspirados por Satanás; el que se sometió a comparecer delante de un tribunal de la tierra, y que sufrió la ignominiosa muerte de cruz, sólo él pronunciará la sentencia de recompensa castigo. El que se sometió aquí al sufrimiento y la humillación de la cruz, tendrá plena compensación en el consejo de Dios, y ascenderá al trono reconocido por todo el universo celestial como Rey de los santos. El ha emprendido la obra de la salvación, y ha manifestado ante los mundos no caídos y la familia celestial que también es capaz de terminar la tarea que comenzó. Es Cristo quien da a los hombres la gracia del arrepentimiento; el Padre acepta sus méritos en beneficio de toda alma que se decida a formar parte de la familia de Dios.
En ese día del castigo y la recompensa finales, tanto los santos como los pecadores reconocerán en el que fue crucificado, al Juez de todos los vivientes (The Review and Herald, 22 de Noviembre de 1898).
VII. Maravillosos resultados de la mediación sacerdotal de Cristo
La intercesión de Cristo es una cadena de oro firmemente unida al trono de Dios. Ha convertido en oración el mérito de su sacrificio. Jesús ora, y alcanza el éxito por medio de la oración (Manuscrito 8, 1892).
Como Mediador nuestro, Cristo obra incesantemente. Ya sea que los hombres lo acepten o lo rechacen, obra fervientemente en favor de ellos. Les concede vida y luz, y lucha para que su Espíritu los aleje del servicio de Satanás. Y mientras el Salvador obra, Satanás también lo hace con todo engaño e injusticia, y con energía inquebrantable (The Review and Herald, 12 de Marzo de 1901).
El Salvador debía ser Mediador para permanecer entre el Altísimo y su pueblo. Por medio de esta provisión se abrió un camino para que el pecador culpable hallara acceso a Dios a través de la mediación de alguien. El pecador no podía acudir por sí mismo, cargando su culpa y sin más méritos que los propios. Sólo Cristo podía abrir el camino al presentar una ofrenda equivalente a las demandas de la ley divina. Era perfecto e incontaminado por el pecado. Era sin mancha ni arruga (Review and Herald, 17 de Diciembre de 1872).
Cristo es el Ministro del verdadero tabernáculo, el Sumo Sacerdote de todos los que creen que él es su Salvador personal; y nadie más puede ocupar el puesto. El es el Sumo Sacerdote de la iglesia, y tiene una obra que hacer que nadie más puede llevar a cabo. Por su gracia es capaz de guarda a todo hombre de la transgresión (The Signs of the Times, 14 de Febrero de 1900).
La fe en la expiación y la intercesión de Cristo nos mantendrá firmes e inconmovibles en medio de las tentaciones que abundan en la iglesia militante (The Review and Herald, 9 de Junio de 1896).
El gran plan de la redención, como está revelado en la obra final de estos últimos días, debe recibir estricto examen. Las escenas relacionadas con el santuario celestial deben hacer tal impresión en la mente y el corazón de todos, que puedan impresionar a otros. Todos necesitan llegar a ser más inteligente respecto de la obra de la expiación que se está realizando en el santuario celestial. Cuando se vea y comprenda esa gran verdad, los que la sostienen trabajarán en armonía con Cristo para preparar un pueblo que subsista en el gran día de Dios, y sus esfuerzos tendrán éxito (2JT: 219-220).
Ahora se está llevando a cabo en el santuario celestial la obra de intercesión sacerdotal de Cristo en nuestro favor. Pero cuán pocos se dan realmente cuenta de que nuestro gran Sumo Sacerdote presenta su propia sangre delante del Padre, reclamando como recompensa de su sacrificio todas las gracias que implica su pacto para el pecador que lo acepta como su Salvador personal. Este sacrificio lo hace eminentemente capaz de salvar hasta lo sumo a todos los que acuden a Dios por medio de él, puesto que vive para interceder por ellos (Manuscrito 92, 1899).
Cristo como Sumo Sacerdote detrás del velo inmortaliza de tal manera el Calvario, que aunque vive para Dios, muere constantemente al pecado y de este modo, si alguien peca, tiene un Abogado ante el Padre. Salió de la tumba rodeado por una nube de ángeles, revestido de un poder y una gloria maravillosos: los de la Divinidad y la humanidad combinadas. Tomó en sus manos el mundo sobre el cual Satanás pretendía presidir, como si fuera su legítimo territorio, y mediante la obra maravillosa de dar su vida, restableció al favor de Dios toda la raza de los hombres. Los himnos de triunfo se extendieron en ecos por todos los mundos. El ángel y el arcángel, el querubín y el serafín entonaron un himno de triunfo ante ese asombroso acontecimiento (Manuscrito 50, 1900).
Este es el gran día de la expiación, y nuestro Abogado está de pie ante el Padre, suplicando como nuestro intercesor. En vez de ataviarnos con las vestiduras de justicia propia, deberíamos ser hallados cada día humillándonos delante de Dios, confesando nuestros pecados individuales, buscando el perdón de nuestras transgresiones y cooperando con Cristo en la obra de preparar nuestras almas para que reflejen la imagen divina (7CBA: 945).
Como nuestro Mediador, Jesús era plenamente capaz de llevar a cabo su obra de redención; pero, ¡oh, a qué precio! El inmaculado Hijo de Dios fue condenado por los pecados en los que no había tomado parte, para que el pecador, por medio del arrepentimiento y la fe, pudiera ser justificado por la justicia de Cristo, en la cual no tenía mérito personal. Se depositaron sobre Cristo los pecados de todos los que han vivido en la tierra, para dar testimonió del hecho de que nadie necesita perder en el conflicto con Satanás. Se ha hecho provisión para que todos puedan echar mano de la fuerza del que puede salvar hasta lo sumo a los que acuden a Dios por medio de él.
Cristo recibe sobre sí la culpa de la transgresión del hombre, mientras él deposita sobre todos los que lo aceptan por fe, los que vuelven a ser leales a Dios, su propia justicia inmaculada (The Review and Herald, 23 de Mayo de 1899).
Sostiene ante el Padre el incensario de sus propios méritos en el cual no hay mancha de contaminación terrenal. El junta en el incensario las oraciones, la alabanza y las confesiones de su pueblo, y con ellas pone su propia justicia inmaculada. Entonces asciende el incienso delante Dios completa y enteramente aceptable, perfumando con los méritos de la propiciación de Cristo. Entonces se reciben bondadosas respuestas.... La fragancia de esa justicia asciende como una nube alrededor del propiciatorio (6CBA: 1077-1078).
VIII. Cristo es nuestro Amigo ante el tribunal
Nuestro gran Sumo Sacerdote está alegando frente al propiciatorio en favor de su pueblo redimido... Satanás está a nuestra diestra para acusarnos, y nuestro Abogado está a la diestra de Dios para alegar en favor de nosotros. Nunca ha perdido un caso que se le haya sometido. Podemos confiar en nuestro Abogado; porque presenta sus propios méritos en nuestro favor (The Review and Herald, 15 de Agosto de 1893).
Cristo no se glorificó a sí mismo al convertirse en Sumo Sacerdote. Dios lo designó sacerdote. Debía ser un ejemplo para toda la familia humana. Se calificó para ser, no sólo el representante de la especie, sino su Abogado, de modo que toda alma pueda decir, si así lo desea, tengo un Amigo en el tribunal. Es un Sumo Sacerdote sensible a nuestras debilidades (Manuscrito 101, 1897) 484
Jesús está oficiando en la presencia de Dios, ofreciendo su sangre derramada, como si hubiera sido un cordero [literal] sacrificado. Jesús presenta la oblación ofrecida por cada culpa y por cada falta del pecador.
Cristo, nuestro Mediador, y el Espíritu Santo, constantemente están intercediendo en favor del hombre; pero el Espíritu no ruega por nosotros como lo hace Cristo, quien presenta su sangre derramada desde la fundación del mundo; el Espíritu actúa sobre nuestros corazones extrayendo oraciones y arrepentimiento, alabanza y agradecimiento (6CBA: 1077).
Cuando Cristo ascendió al cielo, lo hizo como nuestro Abogado. Siempre tenemos un Amigo en el tribunal. Y desde lo alto Cristo envía su representante a toda nación, tribu, lengua y pueblo. El Espíritu Santo le da la unción divina a todos los que reciben a Cristo (The Christian Educador [El educador cristiano], Agosto de 1897, pág. 22).
El pagó el rescate para todo el mundo. Todos se pueden salvar por medio de él. Presentará ante Dios a los que creen en él como si fueran leales súbditos de su reino. Será su Mediador así como es su Redentor (Manuscrito 41, 1896).
Cuando Cristo murió en la cruz del Calvario, se abrió un camino nuevo y viviente tanto para los judíos como para los gentiles. De allí en adelante el Salvador oficiaría como sacerdote y abogado en el cielo de los cielos. De allí en adelante perdió su valor la sangre de los animales ofrecidos, porque el Cordero de Dios había muerto por los pecados del mundo (Manuscrito sin fecha 127).
El brazo que ha levantado a la familia humana de la ruina a que Satanás arrastró a la especie con sus tentaciones, es el mismo que ha preservado del pecado a los habitantes de otros mundos. Cada mundo de la inmensidad es objeto del cuidado y sostén del Padre y el Hijo; y este cuidado es ejercido constantemente en favor de la humanidad caída. Cristo intercede en favor del hombre, y esa misma obra mediadora conserva también el orden de los mundos invisibles. ¿No son estos temas de magnitud e importancia suficientes como para ocupar nuestros pensamientos y provocar nuestra gratitud y adoración a Dios? (MJ: 252).
IX. Se hizo hombre para llegar a ser Mediador
Jesús se hizo hombre para poder mediar entre el hombre y Dios. Revistió su divinidad de humanidad, se asoció a la especie humana, para que mediante su largo brazo humano pudiera aferrarse del trono de la Divinidad. Y todo ello, para poder restaurar en el hombre la actitud original que perdió en Edén gracias a las atractivas tentaciones de Satanás; para que el hombre pudiera comprender que obedecer los requerimientos de Dios es para su bien presente y eterno. La desobediencia no está de acuerdo con la naturaleza que Dios le dio al hombre en el Edén (Carta 121, 1897).
La plenitud de su humanidad, la perfección de su divinidad constituyen un fundamento sólido sobre el cual podemos llegar a reconciliarnos con Dios. Cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros. Tenemos redención pos su sangre: el perdón de los pecados. Sus manos atravesadas por los clavos se extienden hacia el cielo y la tierra. Con una se aferra de los pecadores de la tierra, y con la otra del trono del Infinito, y así logra la reconciliación en favor de nosotros. Cristo se encuentra de pie ahora como nuestro Abogado delante del Padre. Es el único Mediador entre Dios y el hombre. Puesto que lleva las marcas de la crucifixión, defiende las causas de nuestras almas (Carta 35, 1894).
X. El Abogado celestial retendrá para siempre la naturaleza humana
Cristo ascendió a los cielos con una humanidad santificada. Introdujo consigo a la humanidad en los atrios celestiales, y por las edades eternas la asumirá, como Aquel que ha redimido a cada ser humano de la ciudad de Dios (The Review and Herald, 9 de Marzo de 1905).
Por su propia voluntad, [el Padre] puso en su altar un Abogado revestido de nuestra naturaleza. Como intercesor nuestro, su obra consiste en presentarnos a Dios como sus hijos e hijas. Cristo intercede en favor de los que le han recibido. En virtud de sus propios méritos, les da poder para llegar a ser miembros de la familia real, hijos del Rey celestial (3JT: 29).
Tenemos el privilegio de contemplar a Jesús por la fe, y verlo de pie entre la humanidad y el trono eterno. Es nuestro Abogado, que presenta nuestras oraciones y ofrendas como sacrificios espirituales a Dios. Jesús es la gran e inmaculada propiciación, y por sus méritos Dios y el hombre pueden estar en comunión. Cristo ha introducido su humanidad en la eternidad. Está de pie delante de Dios como el representante de nuestra especie (The Youth's Instructor, 28 de Octubre de 1897).
Sólo Jesús podía darle seguridad a Dios; porque era igual a él. Sólo él podía mediar entre Dios y el hombre; porque poseía divinidad y humanidad. De esta manera Jesús podía darle seguridad a ambas partes en cuanto al cumplimiento de las condiciones prescritas. Como Hijo de Dios le da seguridad a Dios con respecto a nosotros, y como la Palabra eterna, como Alguien igual al Padre, nos da seguridad acerca del amor de Dios por nosotros, los que creemos en la palabra que él empeñó. Cuando Dios quiso darnos seguridad acerca de su inmutable consejo de paz, dio a su Hijo unigénito a fin de que llegara a formar parte de la familia humana, para que conservara su naturaleza humana, como una prueba de que Dios cumpliría su palabra (The Review and Herald, 3 de Abril de 1894).
La reconciliación del hombre con Dios sólo podía ser realizada mediante un mediador que fuera igual a Dios, que poseyera los atributos que lo significaran y lo declararan digno de tratar con el Dios infinito en favor del hombre, y también de representar a Dios ante un mundo caído. El sustituto y garantía del hombre debía tener la naturaleza del hombre, un entronque con la familia humana a quien debía representar y, como embajador de Dios, debía participar de la naturaleza divina, debía tener una unión con el Infinito a fin de manifestar a Dios ante el mundo y ser un mediador entre Dios y el hombre (The Review and Herald, 22 de Diciembre de 1891).